El ardor fue
desapareciendo mediante los días. Eras necesario. Una piedra que se te mete en
el zapato para re direccionar el camino. Me satisface la idea de encontrarte
cualquier día, en otro tiempo, en otro lugar. Por la calle, en el subterráneo,
en un restaurante con gente subversiva. Mientras me río a carcajadas, con lo
que odias el ruido de mi voz. Pobre muchacho. Te acostumbraste tanto al
silencio de tu infamia. Debí quererte aunque fuese un poco. Mira que lo intenté.
Mirarte mientras me tocabas. Cerrar los ojos como si me gustara. Te lo expliqué
mientras me desvestía: el hecho de no
volverte a ver no significa que esto, ahora, no me importe. Ignoro si de
verdad escuchabas. Humanamente fui más honesta que tu soberbia. Desear una
buena vida, se hace con cualquiera cuando te despides. Debe uno agradecer las
horas regaladas, que no son baratas, tú deberías saberlo. Pasamos imaginando
esos encuentros como si fuesen dulces que compramos calle abajo o en la
esquina. La verdad es que no, mi querido niño malcriado, esto nos pasa pocas
veces en la vida. Me consuela levemente tu visión sobre ella. Nada te faltará.
Aunque mintieras visualizando la próxima vez de encontrarnos. A pesar de
decirlo. Lo supe después de sentir tus ojos sobre mí, cuando yo miraba las
luces. No nos veremos nunca más. Tan lejana otra vez. Al saber que tal cosa no
pasaría, quise llorar. Oprimí mucho los ojos a manera de forzar y apresurar ese
proceso. Quise llorar esa misma noche. Con mis uñas rojas rasgué mis mejillas
queriendo que volvieras a entrar por la puerta. Callarme. Hacer mejor las
cosas. Con mi silencio o con la boca abierta. Lo que te gustara más en tu
exigencia. Y no. No pude llorar por semejante quimera. Luego recorrí la
habitación y la cocina aún con zapatillas. Compré más alcohol. Bebí hasta
caerme después de pronunciarte a m o r y morirme. Lo preguntaste así. Todavía lo
recuerdo.
¿Moriste?
Y la noche
transcurrió como un tren que atravesó Siberia con todas las luces apagadas.