Después de sonreír mucho, mirar
hacia el techo y terminar de leer “Mi mejor amigo” de Keret, quise escribirle
una carta. Ella me quiso tanto y amaba mi risa, y me miró como todos debemos
ser vistos alguna vez. No hablo de la mirada de mamá o papá, sino de la otra
mirada. Imaginé muchas veces su cuerpo retorcido en ternura de mirarme. La
última vez que hicimos el amor no nos miramos. Ya teníamos un juego de distancia
que se estaba madurando. No, no es verdad, no había odio en sus ojos. Había
amor pero era otra cosa. Algo además del amor que sentía por mí, como una
extrañeza, un terror o aburrimiento. Fue la mejor vez, esa última. Nos desprendimos
la una de la otra, entregándonos al placer como hacerlo con un extraño, como
hacerlo con el fin del mundo tocando la puerta, algo así. Aunque su cuerpo era
el mismo, y su respiración la misma, las cosas que me decía, antes de terminar
en un orgasmo intenso y claro, doloroso, las mismas. Todavía siento las tardes
que pasé recordándolo, hundida en tristeza, masturbándome en soledad. Ahora lo
recuerdo con cierto cariño, y no puedo compararlo con nada más ni hablar más
sobre ello.
La he pensado bastante con algunos cuentos de Keret, por ejemplo;
“Que se mueran”. Me vi diciéndole el miedo que me daba cuando mamá salía en su
vieja camioneta, tenía la sensación del frio, punzadas, alfileres en los dedos.
“Me quedé preocupada, ya quiero que llegue mi madre”, y ella diciéndome cómo no
me daba miedo cuando quería que se marchara, y yo dando gracias porque estaba
conmigo, porque no creíamos en nada pero sí ella me lo decía me ponía más
tranquila. Pronto la besaba como loca, quería quitarle las bragas y hacérselo
tres veces seguidas, aunque en realidad nunca lo hicimos más de dos veces, el
mismo día.
Le escribiría, por ejemplo, que
finalmente tengo una pared azul, un azul casi verde que se deslava cada día.
Que puse cuadros de Van Gogh, una frase de Frida y algo de Gustav Klimt, lo
bello que sería contemplarlo a su lado por las noches, aunque sea tan
decorativo hasta caer en la exuberancia. Hay sopa de verduras en una olla
herrumbrada, huevos, café y azúcar por si quiere venir un día. Yo me voy
convirtiendo en lo que ella pensó, tal vez, demasiado. Vivir lo comprendo muy
poco y siempre tengo que marcharme de cualquier lugar. Porque me aburro o
siento nostalgia por la ciudad anterior. Tal y como tuve que dejarla para
querer volver en ese instante. Al segundo siguiente. Al minuto siguiente, y así.
Yo espero aún goce de poderes
sobrenaturales para buscarme. No se lo dije nunca, después de dejarnos, cuando
más fuerte pensaba en ella, ella regresaba a mí. En formas breves y de a poco
más intermitentes. Yo me hacía feliz con poder lograrlo todavía. Cada vez la
tengo menos, lo sé. Lo que ignora es que la quiero para siempre, a veces puedo
imaginarla leyéndome, sonriendo, mirando hacia el techo y queriéndome escribir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario