miércoles, 10 de junio de 2015

El ardor (III)


Me preocupa recordarte. Claramente habías dejado un ardor, he hablado de él en repetidas ocasiones. Un ardor que iba desde el plano físico; mi cuerpo entero, mis pezones, la entrepierna; y el emocional, mi ego, mis ilusiones, mi seguridad de mujer enajenada. No me preocupó como para volver a escribir de ello, indagar en ello, redundar en ello, hasta la noche del 8 de junio del presente año, domingo para el lunes, ayer. Han sido semanas complicadas, verás, antes me esperabas a la salida o llegabas a tu departamento en Santa Fe, y pasadas las seis de la tarde, mandabas un mensaje sobre mi boca, mi cabello, mi piel como la leche o mi lengua que se asomaba ferozmente entre mis labios. No me besaste nunca, pero hablabas de ella como sí, y a las seis con quince minutos, estaba ansiosa de saberte. Ahora paso todo el día en la oficina, y doy gracias al cielo no haberte dicho jamás donde estaba con exactitud.

Nadie me espera a la salida.
Nadie tiene urgencia de mi cuerpo.

Las noches son cada una como la otra, con la diferencia que a veces fumo, a veces no. A veces bajo a comprar la cena, otras veces lloriqueo un poco, otras no. Y así, interminablemente. No te echo de menos. No sé qué podría echar de menos. Tu deseo. Tu beligerancia. Tu lascivia. Tu resistencia al desvelo para prolongar la inútil existencia de tu cuerpo. La manera de refutar que, en la vida, tú eres más cabrón que yo. Más solitario que yo. Más melancólico que yo. Más independiente. Me sorprende haberte soñado la noche del 8 de junio para amanecer lunes, o sea, ayer. Era una especie de burla ante tu ausencia. No recuerdo, justo ahora, con la lucidez de estar tan despierta, todavía trabajando, a ciencia cierta, tu perfume. El lunes amanecí como fundida en él. Pasaban de las ocho de la mañana, tú nunca quisiste dormir conmigo, ni que comiera tus pestañas, tú nunca estuviste allí; pero ayer por la mañana era tu olor, ese leve y fino, apenas perceptible cuando besé tu pecho, cuando marcaste una línea para que besara hacía abajo, no tu pecho, casi irreconocible entre mi boca y mi nariz. Te habré besado durante dos horas en un recorrido hambriento y repetitivo. En un camino abierto que me prohibiste.

En el sueño usabas una camiseta cualquiera, gris, gris de suciedad, gris de no importarte lo que piense. La primera vez te vestiste a cuadros, camisa roja, planchada, chamarra negra, jeans de tela dura, zapatos a juego, tan preciosos. Yo los creía preciosos porque cuando te acostaste, los pantalones se levantaron un poco, y me dejaron ver tu tobillo, tan pálido, indefenso. A las mujeres como yo, esas cosas nos ponen locas.

En el sueño me hacías el amor, y no, es decir, tú no haces el amor, tú coges. Aparentemente venías a casa para hacérmelo. Qué bueno eso no lo recuerdo muy bien. Pero puedo apostar a que lo hiciste. Siempre hubo algo que funcionaba entre ambos. Imagino por eso te recuerdo. En el sueño también me dejabas claro (nuevamente) que no me querías. Que me usabas con fines recreativos y sexuales. Yo lo sabía desde el principio. Sin embargo era tu fragancia invadiendo mi cama, más que tu presencia en el cuarto, haciéndome saber tu regreso porque en la vida hay cosas que tienen que ser así. Sabernos, ya sea para sufrirnos, reír y comer otra vez una comida asquerosa de la cual te quejaste. Arrepentirme porque gasté mucho en ella, etcétera.

Me preocupa, porque ignoro si sirva de algo las reminiscencias, sueños, y demás sugerencias que tengo sobre ti. Me desperté aturdida, ayer, solamente para tener otro día de mierda, rodeada de idiotas, comandada por idiotas, y qué más da ya si me vuelvo uno de ellos. Te escribo con tanta libertad porque sé, de cierto lo sé, como si fuese lo único que sabré esta noche, que no lo leerás nunca. Me lo dijiste siempre; no te leo, no te leí, no te quiero leer, para qué.

Y yo, sigo aquí esperando a que alguien afuera me diga “buenas noches”, “te acompaño a casa” o “quítate los jeans”.


Foto: Christine day lorico

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