Me preocupa recordarte. Claramente habías
dejado un ardor, he hablado de él en repetidas ocasiones. Un ardor que iba
desde el plano físico; mi cuerpo entero, mis pezones, la entrepierna; y el
emocional, mi ego, mis ilusiones, mi seguridad de mujer enajenada. No me
preocupó como para volver a escribir de ello, indagar en ello, redundar en
ello, hasta la noche del 8 de junio del presente año, domingo para el lunes,
ayer. Han sido semanas complicadas, verás, antes me esperabas a la salida o
llegabas a tu departamento en Santa Fe, y pasadas las seis de la tarde,
mandabas un mensaje sobre mi boca, mi cabello, mi piel como la leche o mi
lengua que se asomaba ferozmente entre mis labios. No me besaste nunca, pero
hablabas de ella como sí, y a las seis con quince minutos, estaba ansiosa de
saberte. Ahora paso todo el día en la oficina, y doy gracias al cielo no
haberte dicho jamás donde estaba con exactitud.
Nadie me
espera a la salida.
Nadie
tiene urgencia de mi cuerpo.
Las
noches son cada una como la otra, con la diferencia que a veces fumo, a veces
no. A veces bajo a comprar la cena, otras veces lloriqueo un poco, otras no. Y
así, interminablemente. No te echo de menos. No sé qué podría echar de menos.
Tu deseo. Tu beligerancia. Tu lascivia. Tu resistencia al desvelo para prolongar
la inútil existencia de tu cuerpo. La manera de refutar que, en la vida, tú
eres más cabrón que yo. Más solitario que yo. Más melancólico que yo. Más
independiente. Me sorprende haberte soñado la noche del 8 de junio para
amanecer lunes, o sea, ayer. Era una especie de burla ante tu ausencia. No
recuerdo, justo ahora, con la lucidez de estar tan despierta, todavía
trabajando, a ciencia cierta, tu perfume. El lunes amanecí como fundida en él.
Pasaban de las ocho de la mañana, tú nunca quisiste dormir conmigo, ni que
comiera tus pestañas, tú nunca estuviste allí; pero ayer por la mañana era tu
olor, ese leve y fino, apenas perceptible cuando besé tu pecho, cuando marcaste
una línea para que besara hacía abajo, no tu pecho, casi irreconocible entre mi
boca y mi nariz. Te habré besado durante dos horas en un recorrido hambriento y
repetitivo. En un camino abierto que me prohibiste.
En el
sueño usabas una camiseta cualquiera, gris, gris de suciedad, gris de no importarte
lo que piense. La primera vez te vestiste a cuadros, camisa roja, planchada,
chamarra negra, jeans de tela dura, zapatos a juego, tan preciosos. Yo los
creía preciosos porque cuando te acostaste, los pantalones se levantaron un
poco, y me dejaron ver tu tobillo, tan pálido, indefenso. A las mujeres como
yo, esas cosas nos ponen locas.
En el
sueño me hacías el amor, y no, es decir, tú no haces el amor, tú coges. Aparentemente venías a casa para
hacérmelo. Qué bueno eso no lo recuerdo muy bien. Pero puedo apostar a que lo
hiciste. Siempre hubo algo que funcionaba entre ambos. Imagino por eso te
recuerdo. En el sueño también me dejabas claro (nuevamente) que no me querías.
Que me usabas con fines recreativos y sexuales. Yo lo sabía desde el principio.
Sin embargo era tu fragancia invadiendo mi cama, más que tu presencia en el
cuarto, haciéndome saber tu regreso porque en la vida hay cosas que tienen que
ser así. Sabernos, ya sea para sufrirnos, reír y comer otra vez una comida
asquerosa de la cual te quejaste. Arrepentirme porque gasté mucho en ella,
etcétera.
Me
preocupa, porque ignoro si sirva de algo las reminiscencias, sueños, y demás
sugerencias que tengo sobre ti. Me desperté aturdida, ayer, solamente para
tener otro día de mierda, rodeada de idiotas, comandada por idiotas, y qué más
da ya si me vuelvo uno de ellos. Te escribo con tanta libertad porque sé, de
cierto lo sé, como si fuese lo único que sabré esta noche, que no lo leerás
nunca. Me lo dijiste siempre; no te leo,
no te leí, no te quiero leer, para qué.
Y yo,
sigo aquí esperando a que alguien afuera me diga “buenas noches”, “te acompaño
a casa” o “quítate los jeans”.
Foto: Christine day lorico
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