viernes, 16 de julio de 2010

[Attendre]



Qué bueno que me hablas del dolor mínimo que representa la ausencia. En mi caso trae el recuerdo de la media noche o los autos demasiado lentos por calles de suburbios agrietados. Hay un dolor escribiéndote despacio; pero eso te lo cuento en cartas blancas que aun no pueden llegar. Llegaran un día, claro, te lo juro.

Aquí entra mucho viento, y lo siento en mi cara y en las manos, y pienso en el tiempo transcurrido haciendo nada. Pienso a un hombre con mi sangre, solo, absolutamente solo y sin mí además. Y no comprendo mucho. Sólo sé de ti, qué quiero amarrar todas las horas que tienen tu rostro dibujado, ese que aun no memorizo porque me has dicho que ahora es diferente por el corte de pelo de los años atrás. Quiero sostenerlo en mi dedo, el favorito, quiero sus bordes a todas horas –y en todas ellas, necesidad de ti- para evocar a las sonrisas normales del día amarillo, tuyo, en el que decidiste cerrar las puertas y alargar los puentes como única metáfora real en los sonidos telefónicos. No es necesariamente el dolor entonces, es vivir, vivirte pues, como la solución exacta. La definitiva. La correcta. La esperada. Es nuestra sincronía no pactada que después voy a relatarte, porque he de hacerlo mejor que tú muy al final de la vida. Porque ya hemos dicho que nací solamente para eso: relatar la vida. Pero qué bueno. Qué bueno, mi amor, que estamos en el mismo lado de la guerra. Qué podemos perfectamente soportar todos los golpes y que tu vientre, o mi idealización del mismo, sigue siendo el bunker del que me hablabas:. Por eso puedo volver a casa con mi padre. Darle un beso. Y esperar hasta mañana.

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