Todas estas sensaciones que vivimos en el interior, vamos a quemarlas. Porque hay un incendio del que no nos percatamos todavía. A ti te cuento estas desgracias y también, te acaricio el tobillo a modo que camines un poco más. Que sigas llorando pero afuera. Fuera de mí. Ya no voy a llorarte yo sobre las manos. Quedó un ruido en el pasillo, que no describí jamás. Era un sollozo muy sufrido y silencioso. Como si nadie lo hizo nunca. Cuando se descompone la cara por la pérdida y las respiraciones comienzan a actuarse para sobrevivir. Una calle sucia. Un último suspiro flagelado. Todo eso permanece allí, inamovible a lo que llamamos invierno. Esto te lo digo yo por si de pronto, muy lejos, lo olvidas. También por si un día llegas a reclamarme cómo pude ignorar tus ojos a tres metros de distancia. Es que surgía en medio de las cosas, un aire extrañísimo que nos alejaba aun los fines de semana. Era la misma música quieta de las noches. Cuando sabías que cerraba los ojos mientras pensaba despacio cómo no asesinarte una vez más. Era eso, lo sabes. Dolerse. Como nadie. Bailarnos las pestañas compensando su humedad posterior. Y sus besos. Los de la pared y el azulejo de la ducha. O dejarme caer sobre ti con cierto ardor en los dedos. Esos del hambre de teclas blancas y negras que nunca he acertado muy bien. Era lo mínimo, igual. Sólo oprimir un botón de encendido y abrir bien las cortinas de una habitación pequeña. Dejar que la luz penetre los libreros y la cama. O los rincones que ya no se pronuncian porque se abandonaron junto con la niñez. El baúl, la lámpara precisa. Y, ahora, el cenicero.
A ti te cuento todos estos asuntos porque eres tibia ante el equinoccio que viene. Porque me cantas, y te mezclo con la vida para beberte en las mañanas. Un poco de ron, un trago de whisky. Música clásica y conciertos.
Vamos a observar mientras se esparcen las cenizas, y dibujamos cómo caen sobre las repisas del baño.