Pensamos, que esta generosidad de mañana nubosa será permanente. Que vamos a bajar las escaleras, el desayuno listo, y alguien nos dejó café en una taza roja. Y el silencio de no preguntar cosa alguna. Y los besos de los pequeños, esperando. Luego salir al patio trasero. El cielo tiene grietas de luz. Las señalas, dices “mira, grietas de luz”. Volver a entrar a casa en el ritual de vals que es ser una persona sola. Sola. Sola. Hay esas sillitas de madera brillante, deshabitadas. Como una nota gris que se sostiene debajo del ruido. Fluctuando en la nada. Haces verbos conjugados (y sugestivos) en presente: Besarse un poco los labios. Apretarlos con un gesto natural. Piensas. Subir de nuevo. Situarse frente a la pared amarilla. Observar unos cuantos cuadros. Leer noticias con un fondo de piano alrededor, y arriba de tu cabeza. Saber, decir: esta música no es correcta. “See you, Sunday”.
De verdad esperar el domingo prematuramente.
Y dices de pronto: les he mentido tantas veces. Pero continuas el camino como hablando de cosas inútiles y riéndose al final. Aun así paseas por toda la casa. Prosigues danzando la mañana. Pasos lentos y, todavía, plantas enarbolándose a la ventana, animándote un poco. Hay gestos propios y prestados. Arañar un poco el cuello. La mirada perdida hacia un punto fijo en la pared. Sobre todo un llanto, un llanto silencioso que no se explica ni un rincón. Sabíamos que solamente podía habitar allí. Y también un ruido, los últimos ruidos, como los gritos de niños que se aburrieron de jugar dentro y salieron al jardín, enajenados. Pero seguimos pensando que esta somnolencia de mañana en la casa de tus padres, toda, los más mínimos detalles. Van a conseguirte un beso, y la felicidad efímera. A las diez, menos cuarto.