martes, 23 de noviembre de 2010

Le Matin


Pensamos, que esta generosidad de mañana nubosa será permanente. Que vamos a bajar las escaleras, el desayuno listo, y alguien nos dejó café en una taza roja. Y el silencio de no preguntar cosa alguna. Y los besos de los pequeños, esperando. Luego salir al patio trasero. El cielo tiene grietas de luz. Las señalas, dices “mira, grietas de luz”. Volver a entrar a casa en el ritual de vals que es ser una persona sola. Sola. Sola. Hay esas sillitas de madera brillante, deshabitadas. Como una nota gris que se sostiene debajo del ruido. Fluctuando en la nada. Haces verbos conjugados (y sugestivos) en presente: Besarse un poco los labios. Apretarlos con un gesto natural. Piensas. Subir de nuevo. Situarse frente a la pared amarilla. Observar unos cuantos cuadros. Leer noticias con un fondo de piano alrededor, y arriba de tu cabeza. Saber, decir: esta música no es correcta. “See you, Sunday”.

De verdad esperar el domingo prematuramente.

Y dices de pronto: les he mentido tantas veces. Pero continuas el camino como hablando de cosas inútiles y riéndose al final. Aun así paseas por toda la casa. Prosigues danzando la mañana. Pasos lentos y, todavía, plantas enarbolándose a la ventana, animándote un poco. Hay gestos propios y prestados. Arañar un poco el cuello. La mirada perdida hacia un punto fijo en la pared. Sobre todo un llanto, un llanto silencioso que no se explica ni un rincón. Sabíamos que solamente podía habitar allí. Y también un ruido, los últimos ruidos, como los gritos de niños que se aburrieron de jugar dentro y salieron al jardín, enajenados. Pero seguimos pensando que esta somnolencia de mañana en la casa de tus padres, toda, los más mínimos detalles. Van a conseguirte un beso, y la felicidad efímera. A las diez, menos cuarto.

martes, 16 de noviembre de 2010

Weekend Off



Nos acostamos a las ocho de la noche. Ha sido madrugar, una blusa verde con azul, los lentes, limpiar los lentes, empacar comida para todos. El viaje de dos horas. Claude Debussy y el mundo exterior. El camino del campo todo alrededor nuestro. Y lentamente, querer dormirse. El diminuto mareo del movimiento que te eleva, en una nota sostenida de bienestar. Los niños, a veces cierran los ojos. Pero, despacio, te colocan besitos a un lado de la nariz. Ellos sonríen. Se sugiere un piano mudo dentro de todo. Te lo dicen las sonrisas. Sobre todo las sonrisas mientras ella maneja el auto, y tú cuidas a uno dos, tres perros. Y luego llegar. Bajar a pasitos con las maletas más importantes y unos zapatos verdes llevándote, muy cómodos. Instalarse en un cuarto con tres ventanas magnificas. Respirar otra vez el aire líquido del campo. Sentir su deslizar en el interior del cuerpo. Satisfacerse con saludos sutiles y cálidos: un beso en la mejilla, y vine. Un beso en la mejilla abriéndote las puertas. Para pasar a los largos jardines, arrullarse con el mínimo ruido. Copulando el aire y el silencio. Estar. Emito el verbo “estar” como unificando el panorama de paz en nuestros rostros. Allí, polvo y viento descifrando corrientes. Gente amable transitando un camino recto que los lleva a la ciudad. Y te besan. Te besan y saludan. Y luego se van. Te queda tomar una siesta por eso de las dos de la tarde, y el propósito de un sol maduro. Malestar y un sol maduro que no toca la habitación más alta de una casa de piedra. Dormir los tres juntos. Robar unas sandalias doradas para ir al servicio siempre afuera. Levantarse, abrir los brazos. Como tragándote el mundo, y abriéndole el pecho. Todo él podría así, caber en el marco de una ventana. Bajar las escaleras avanzando torpe. Esperar, siempre esperar. Hacer coros con la letra eme, arrullar a un pequeño. Esperar su sueño con la suavidad de un murmullo de madre prematura. Pero no haciéndolo en realidad, a nadie. Pasearte por los corredores de roca fría. Un almuerzo perfecto que prepara tu madre. Reír. Gritar. Comer. Hablar. Beber. Los verbos indicados un fin de semana. En los paseos de otoño. Por si acaso sentarse a ver la combustión precisa en una olla. Leña y cenizas. El sonido del fuego. Todo eso ya por las seis de la tarde. Admirar la soledad y la precisión de la hora del té. Se hace un intercambio sano de goteos desde una cuchara. Despedirse. Llegar a la cama con el balanceo de un pantaloncillo a cuadros. Observarla a ella de lejos, acariciar su figura. Apagar la luz. Y un parpadeo, recordándote “son solo las ocho de la noche”. Pero afuera, escuchas ya perfectamente el crujir de la madera disolviéndose en un bostezo azul. Desde una voz, gruñendo el “hasta mañana” que se extingue.

martes, 9 de noviembre de 2010

Sleeping Beauty



Parece poco, permanecer frente a ti y verte como rezando. Cruzar las manos en forma de tregua distante, y no mirar al suelo. Y a veces, mirarlo, digo. Tus pies haciéndole trazos al mundo. Ellos, y tres acordes de guitarra con piano sonando, repetitivamente. Tú sabes cuales. Comparando uñas o sonriendo diminutamente. O darle tu nombre al aire, soplándolo como se le hace a una pelusa en la palma de la mano. Irse en el eco al pronunciarlo y galopando, libre, y con los ojos cerrados. Entonces, allí, parece poco también besar los bordes de un brazo. Como hace tiempo, en un lugar de paredes blancas y otras verdes. Dejándose ir el cuerpo en el llanto y la zozobra mía hacía un océano sin fin. Con notas ondulándose sobre cabellos que no habremos de recortar jamás. Ahora, es mínimo doblar unas sabanas a medio día, y sonreírles a los perros. Al igual que decirte muy sin preocuparse qué va pasar mañana, y así, renovarnos todos los días. Ya no oprimir párpados a las doce de la noche. Pero verte cabizbaja como teniendo sueño, como creciendo en la suerte de vivir. O casualmente soñando dentro los ojos. Dormitando al ritmo de una canción de cuna que te di. Y luego cayendo. Sumergida en la profundidad blanca, como suspendida en cantos de bosques, balanceándose sobre las ramas. Y, pareciera poco llegar a ti. Descalza, con los tobillos anudados a un cordón azul. Entre un resplandor amarillo que susurra “vuelve”. Encontrando pestañas pernoctando en una sombra. Lo cual no significa mirarme en el mismo lugar jugando con horas siempre desiguales. Por la tarde los labios rosas. Y en las mañanas llamarte con pupilas y verte, como invocando tempestades.