Nos acostamos a las ocho de la noche. Ha sido madrugar, una blusa verde con azul, los lentes, limpiar los lentes, empacar comida para todos. El viaje de dos horas. Claude Debussy y el mundo exterior. El camino del campo todo alrededor nuestro. Y lentamente, querer dormirse. El diminuto mareo del movimiento que te eleva, en una nota sostenida de bienestar. Los niños, a veces cierran los ojos. Pero, despacio, te colocan besitos a un lado de la nariz. Ellos sonríen. Se sugiere un piano mudo dentro de todo. Te lo dicen las sonrisas. Sobre todo las sonrisas mientras ella maneja el auto, y tú cuidas a uno dos, tres perros. Y luego llegar. Bajar a pasitos con las maletas más importantes y unos zapatos verdes llevándote, muy cómodos. Instalarse en un cuarto con tres ventanas magnificas. Respirar otra vez el aire líquido del campo. Sentir su deslizar en el interior del cuerpo. Satisfacerse con saludos sutiles y cálidos: un beso en la mejilla, y vine. Un beso en la mejilla abriéndote las puertas. Para pasar a los largos jardines, arrullarse con el mínimo ruido. Copulando el aire y el silencio. Estar. Emito el verbo “estar” como unificando el panorama de paz en nuestros rostros. Allí, polvo y viento descifrando corrientes. Gente amable transitando un camino recto que los lleva a la ciudad. Y te besan. Te besan y saludan. Y luego se van. Te queda tomar una siesta por eso de las dos de la tarde, y el propósito de un sol maduro. Malestar y un sol maduro que no toca la habitación más alta de una casa de piedra. Dormir los tres juntos. Robar unas sandalias doradas para ir al servicio siempre afuera. Levantarse, abrir los brazos. Como tragándote el mundo, y abriéndole el pecho. Todo él podría así, caber en el marco de una ventana. Bajar las escaleras avanzando torpe. Esperar, siempre esperar. Hacer coros con la letra eme, arrullar a un pequeño. Esperar su sueño con la suavidad de un murmullo de madre prematura. Pero no haciéndolo en realidad, a nadie. Pasearte por los corredores de roca fría. Un almuerzo perfecto que prepara tu madre. Reír. Gritar. Comer. Hablar. Beber. Los verbos indicados un fin de semana. En los paseos de otoño. Por si acaso sentarse a ver la combustión precisa en una olla. Leña y cenizas. El sonido del fuego. Todo eso ya por las seis de la tarde. Admirar la soledad y la precisión de la hora del té. Se hace un intercambio sano de goteos desde una cuchara. Despedirse. Llegar a la cama con el balanceo de un pantaloncillo a cuadros. Observarla a ella de lejos, acariciar su figura. Apagar la luz. Y un parpadeo, recordándote “son solo las ocho de la noche”. Pero afuera, escuchas ya perfectamente el crujir de la madera disolviéndose en un bostezo azul. Desde una voz, gruñendo el “hasta mañana” que se extingue.
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