viernes, 23 de noviembre de 2012

Fuck you noviembre I


Querida Nataly:

Afuera llueve y es veintiuno de diciembre todavía. He llegado a casa y mi madre me ha dicho muy triste, así como así, que tu madre ha muerto. Dice que fue un accidente de autobús, que ha salido en los periódicos y en las noticias y  ella tuvo que decirle a tu hermana, y que incluso tuvo que decírtelo a ti por ahí de las seis de la tarde. Tú sabes las desavenencias del día. Llegar, estar muriendo en las esperas de las que no te he hablado. Así, aventé la cara al piso, ahora no sé más que pensarte. En ti, como es costumbre cuando llueve, cuando hace frío, cuando veo a dos personas charlando y siendo felices. Y es que ya hay luces de navidad en el centro, y será otro año donde no te tomo de la mano un veinticuatro de diciembre. No hacemos drama, no dormimos temprano, no reímos un poco del borracho de tu padrastro. Aunque ahora contengo el instante donde tu madre, en una cama de hospital, se alejó de la vida, donde ha cerrado los ojos y estando tan lejos de ti. Quiero decirte algo; no sé que hacer con esta distancia ya. No sé dónde estoy. Con quienes vivo. Yo tengo a mi madre todavía, pero a veces no conozco a esta gente con la que vivo. Estoy cansada de estar lejos de todo lo que amo. Estoy cansada de mí. Como ahora, que quiero romper el mundo, desdoblarlo y llegar allí, contigo, sostener en mi espalda tu llanto. Y es que no encuentro tu teléfono. Se lo he pedido a José  y a Lucía. A mamá que te llamó. Pero no entiendo a tus hermanas trayéndole el teléfono a casa. Y que nadie pueda dármelo. Ya lo sé que no es creíble. Pero qué sería de esta desdicha si te pudiera alcanzar. Me da miedo tomar el papel. Justo ayer me topé con tus cartas. Las he separado para su ritual de invierno donde las destapo todas, y vuelvo a recorrer tus caminos. Como tus brazos. Hablarte de las playas. Del amor. Viajes donde siempre quise llevarte y nunca lo hicimos. Me quedo así como intentando. Ya no tengo tanta amargura ni dulzura. Estoy a la mitad de todo hace meses. Ya ves, yo que decía que jamás sería mediocre. No puedo ni refugiarme en las letras. Me sucede temblar antes del encuentro, como una amenaza a estar con la carne abierta y no quieres que nadie vea tal espectáculo de muerte. Siento tu tristeza atravesando nuestro precioso país. Nataly, a veces hay canciones por la noche. Recuerdas las canciones de noche. Estar en casa de tus padres, las llamadas de mi ex novio, por quien siempre me preguntas, él también me pregunta por ti. Como si nos conociéramos todos desde niños. Tu madre diciendo que tú sin mí morirías y yo “y viceversa”. Supongo que echaré de menos esa posibilidad, que llegues a casa, yo pueda ir a arañazos a tu puerta. A pesar de ser tan mala con el mundo, tú me quieras. Y tu madre allí. Ella allí porque tú la adoras tanto. Me duele porque te duele que no vaya a estar más. Y es que ya viene navidad. Ya te escribiré.
. . .
El día siguiente que confirmamos la muerte de ella, llovió por horas. Tú dabas gracias en un país hipócrita (como si este fuese diferente). Y no te llamé. Hice en un papel “te abrazo mucho”. Y no te alcanzo otra vez. Ya no sé qué decirte. Agradezco poderte escuchar ahora que tengo tu teléfono. Mañana voy a poner el árbol de navidad. Me siguen gustando casi como tus sonrisas cuando pretendo contar chistes. O sólo de estar. Ojala estar. Haré la carta como cada año. Lamento el pésame que esta tendrá. Adjunto esta sin fines literarios. Te quiere como siempre y más, Jazmín.

domingo, 18 de noviembre de 2012

La banda II





Teniendo en cuenta con lo que nos desprovee una y otra vez esta efímera existencia, he resuelto varias cuestiones; lloraba aquel día en el museo de antropología porque mi sangre palpita por y desde la tierra cuando estoy lejos. Mis abuelos me llenaron de amor y tradiciones, música y sabores. Un color de piel, mis ojos marrones y mi apellido cubano. Y su amor. Su amor. Y la tristeza de mi padre cuando se marcha, y su cancioncita de “la banda dominguera que siempre toca el domingo”. Hay estridentísimos recuerdos en todo mi cuerpo. Tú me sabes. Tú me conoces. Soy toda música y sentimientos imparables. Y tengo esta terrible costumbre de hablarte de todo. De pensar en ti, y hacerte cartas en mi cabeza, como si al momento de hablar, llegase a ti esa picazón incómoda al cuello. Y no puedes más que reír o llorar mientras te encuentras entre la gente. Bellísima. Porque yo lo digo. Ya lo ves, nunca fui realmente coherente o sencilla cuando se trata de elogiarte. Debo decírtelo: Estos niños tocan con vehemencia y sonríen, hablan del mar. El mar que es tan tus piernas, tus rodillas. La memoria de tu voz bajo el sol. Como si todavía me hablara. Como si tanta agua nos cupiese en los ojos. Niños hablando del mar que nunca habían visto, por si no tuviste palabras hermosas un domingo en la mañana. Recuerdo hace poco la emoción de mi tatuaje de la trompeta, esa que voy a ofrendarte cuando te presente mi espalda. Podrás poner la bandera de tu país sobre ella. Tus huellas húmedas donde quieras. También los lamentos. Yo los callaré con mi piel, más oscura que la tuya. Dejaremos espacios para ellos hacía abajo, donde mi lunar. Lloro también, porque nuestros hijos no han visto la luz del sol todavía. Y no les hemos enseñado la belleza de todas las cosas pequeñas. A capturar una luz entre sus manos, porque no hemos bailado con ellos, ni han sido tan amados, deseados y cuidados bajo tu lozanía. Y me pregunto por sus rostros que no conozco. Los veo en cada uno de los niños de La banda. Me da una pena tan grande mi amor, no correr, tomarte la cara y decírtelo. Reconocer tu genética en ellos. Para luego volver al mismo lugar donde encuentro –y no encuentro- razones suficientes para entender porque esta música, este movimiento, esta sal, este azúcar, y estirar mi mano para escribirte todo esto. Como si tú y yo tuviésemos más motivos para sentir que existimos quebrándonos en el temblor del aire. Quizá cuando ellos tocan.

jueves, 1 de noviembre de 2012

La banda


No sé porque llorar durante el programa de “La banda”. No sé si las tardes, el movimiento, los sonidos, mi soledad. No sé si ella, que me quiso tanto. Sostener una nota en la garganta antes de dejarte ir. Todos los niños eran hermosos, el estado era Morelos. Pensar en los viajes a los nueve años. Estas palabras eran música. Yo te quise mucho y éramos tan buenos músicos. Tan guapos, tan sensibles. El sonido de la vida que no vivimos. El color de los vestidos era más brillante. Que sea 1° de noviembre. Huele a pan de muertos que no hemos comido. A lo mejor mañana. La tierra continuara girando. Decirles a ellos “no siento un carajo”, será normal. Recordar que nunca le conté de mi llanto en el museo de Antropología e historia. Qué el dialecto era zapoteco, y no pude dejar de llorar al escuchar el canto de esos niños. Nunca olvido esa melodía que mi padre me enseñó, la de El negro santo. Yo me la sabía muy bien en 2° grado. Pero sabía tantas cosas en 2° grado que ahora ignoro. Cada día me he hecho más estúpida.