Teniendo en cuenta con
lo que nos desprovee una y otra vez esta efímera existencia, he resuelto varias
cuestiones; lloraba aquel día en el museo de antropología porque mi sangre
palpita por y desde la tierra cuando estoy lejos. Mis abuelos me llenaron de
amor y tradiciones, música y sabores. Un color de piel, mis ojos marrones y mi apellido
cubano. Y su amor. Su amor. Y la tristeza de mi padre cuando se marcha, y su
cancioncita de “la banda dominguera que siempre toca el domingo”. Hay estridentísimos
recuerdos en todo mi cuerpo. Tú me sabes. Tú me conoces. Soy toda
música y sentimientos imparables. Y tengo esta terrible costumbre de hablarte
de todo. De pensar en ti, y hacerte cartas en mi cabeza, como si al momento de
hablar, llegase a ti esa picazón incómoda al cuello. Y no puedes más que reír o
llorar mientras te encuentras entre la gente. Bellísima. Porque yo lo digo. Ya
lo ves, nunca fui realmente coherente o sencilla cuando se trata de elogiarte. Debo
decírtelo: Estos niños tocan con vehemencia y sonríen, hablan del mar. El mar
que es tan tus piernas, tus rodillas. La memoria de tu voz bajo el sol. Como si
todavía me hablara. Como si tanta agua nos cupiese en los ojos. Niños hablando
del mar que nunca habían visto, por si no tuviste palabras hermosas un domingo
en la mañana. Recuerdo hace poco la emoción de mi tatuaje de la trompeta, esa
que voy a ofrendarte cuando te presente mi espalda. Podrás poner la bandera de
tu país sobre ella. Tus huellas húmedas donde quieras. También los lamentos. Yo
los callaré con mi piel, más oscura que la tuya. Dejaremos espacios para ellos
hacía abajo, donde mi lunar. Lloro también, porque nuestros hijos no han visto
la luz del sol todavía. Y no les hemos enseñado la belleza de todas las cosas
pequeñas. A capturar una luz entre sus manos, porque no hemos bailado con
ellos, ni han sido tan amados, deseados y cuidados bajo tu lozanía. Y me
pregunto por sus rostros que no conozco. Los veo en cada uno de los niños de La banda. Me da una pena tan grande mi
amor, no correr, tomarte la cara y decírtelo. Reconocer tu genética en ellos. Para
luego volver al mismo lugar donde encuentro –y no encuentro- razones suficientes
para entender porque esta música, este movimiento, esta sal, este azúcar, y
estirar mi mano para escribirte todo esto. Como si tú y yo tuviésemos más
motivos para sentir que existimos quebrándonos en el temblor del aire. Quizá cuando ellos tocan.
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