domingo, 18 de noviembre de 2012

La banda II





Teniendo en cuenta con lo que nos desprovee una y otra vez esta efímera existencia, he resuelto varias cuestiones; lloraba aquel día en el museo de antropología porque mi sangre palpita por y desde la tierra cuando estoy lejos. Mis abuelos me llenaron de amor y tradiciones, música y sabores. Un color de piel, mis ojos marrones y mi apellido cubano. Y su amor. Su amor. Y la tristeza de mi padre cuando se marcha, y su cancioncita de “la banda dominguera que siempre toca el domingo”. Hay estridentísimos recuerdos en todo mi cuerpo. Tú me sabes. Tú me conoces. Soy toda música y sentimientos imparables. Y tengo esta terrible costumbre de hablarte de todo. De pensar en ti, y hacerte cartas en mi cabeza, como si al momento de hablar, llegase a ti esa picazón incómoda al cuello. Y no puedes más que reír o llorar mientras te encuentras entre la gente. Bellísima. Porque yo lo digo. Ya lo ves, nunca fui realmente coherente o sencilla cuando se trata de elogiarte. Debo decírtelo: Estos niños tocan con vehemencia y sonríen, hablan del mar. El mar que es tan tus piernas, tus rodillas. La memoria de tu voz bajo el sol. Como si todavía me hablara. Como si tanta agua nos cupiese en los ojos. Niños hablando del mar que nunca habían visto, por si no tuviste palabras hermosas un domingo en la mañana. Recuerdo hace poco la emoción de mi tatuaje de la trompeta, esa que voy a ofrendarte cuando te presente mi espalda. Podrás poner la bandera de tu país sobre ella. Tus huellas húmedas donde quieras. También los lamentos. Yo los callaré con mi piel, más oscura que la tuya. Dejaremos espacios para ellos hacía abajo, donde mi lunar. Lloro también, porque nuestros hijos no han visto la luz del sol todavía. Y no les hemos enseñado la belleza de todas las cosas pequeñas. A capturar una luz entre sus manos, porque no hemos bailado con ellos, ni han sido tan amados, deseados y cuidados bajo tu lozanía. Y me pregunto por sus rostros que no conozco. Los veo en cada uno de los niños de La banda. Me da una pena tan grande mi amor, no correr, tomarte la cara y decírtelo. Reconocer tu genética en ellos. Para luego volver al mismo lugar donde encuentro –y no encuentro- razones suficientes para entender porque esta música, este movimiento, esta sal, este azúcar, y estirar mi mano para escribirte todo esto. Como si tú y yo tuviésemos más motivos para sentir que existimos quebrándonos en el temblor del aire. Quizá cuando ellos tocan.

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