lunes, 10 de diciembre de 2012

Nadie nos ha preguntado porque seguimos aquí



Es posiblemente el aire. Ese espacio entre tus piernas cuando caminas. Me cuenta historias de simetría. O de hambre. A lo mejor mis pasos cuando te marchas, tres, para alcanzarte. Dos para detenerte. Uno para decirte que si te vas no vuelves nunca. Probablemente mañana esté nublado. No podremos intentar escapar del encierro en nuestro estuche de humano incapaz de olvidar. Siquiera de pensarlo. Intentaré disuadir a mis sentidos de esperarte. Llegar temprano. Tomar un taxi y apresurar a mi madre. Desayuno en el centro. Beber rápido el café, sin pausas, como la vida. Al igual que a él, me gustan las barras de cafetería del centro. Tienen apariencia limpia pero hay relatos de cotilleo e infidelidades sucias. Propuestas de matrimonio sin contestar. Mesoneras tristes y empresarios tristes. Como si hiciese falta recordar que, de alguna manera, todos estamos bajo la misma pesadumbre. Y al salir de este lugar infestado de bullicio falaz, no hacer caso a los semáforos.  Insertar las manos en los jeans. Contar los segundos entre luces porque un día lo leíste, y te diste cuenta que alguien más los contó antes que tú. Llegar. Estar aquí. Qué no sé porque seguimos aquí. A lo mejor es la duda. Poesía para tus ojos que no han visto jamás, el salvajismo arrogante, crepitar en mis paredes. Y tu nombre y el mío en extremos, casi opuestos, tirando. Estirando. Enfermando cada día. Tal vez mañana haga buen tiempo y no se nuble para nada. Tal vez podría decirte que mis teorías se resumen en minutos: A nadie concierne dejarnos de querer. Lo mismo revolvernos cicatrices y huellas. El camino hacia tus tobillos es incierto. Heladas montañas sobre el lago de tu espalda haciendo laberinto, para que no llegue. Con mi bandida manera de reír, tomar tus tierras, dejarme caer en ellas, ahogarme en ellas. He tomado un poco de ese aire del espacio entre tus piernas para sobrevivir. Siempre dejaba ver mis intenciones. No te voy a mentir. Siempre buenas intenciones. Y malas intenciones cuando se trataba de matarte hasta el vértigo. Todas te desvestían sin segundos. Es posible que esto sea todo. Que no te explique estar aquí en verbo presente. Permanece mi silla temblorosa de aguardar. Eres como la calidez de estar en casa. Aquí otra vez. Como desanudando líquidos para dejarlos fluir; es un caudal que lleva voces y momentos dorados. Allí a veces estoy como llorando, como estremeciéndome. Posiblemente tú sigues aquí porque nunca viste tanta penumbra. Nadie te hablo de odiar y amar mucho a los hombres y a las mujeres al mismo tiempo. […]


*Nadie me ha ayudado a terminarlo.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Mazel tov. Sarah.

A Sarah, en su cumpleaños 22. 

Tú lo supiste antes que yo. Reconociste el ardor de los poetas que se suicidaron en el siglo pasado y en el 2000. María Mercedes Carranza, nació en Bogotá, en 1945, y murió en la misma ciudad en el año 2003, suicidándose, después de una larga depresión. Y no me lo dijiste tan claro. Imagina, querida mía, que me hubieses contado en toda tu bondad lo que habías aprendido. Una tarde funesta donde no tuviste nada que hacer, y ya lo habías descubierto todo. Hablabas entonces de tu boca mordida, y de la tristeza. Jugabas a la ausencia. Me quisiste. Luego escribías y sacabas fotografías de tu cabello, y tus lentes de marca. Pensaba alguna vez en tu egocentrismo. No sé si siempre fuimos así, o nos hicimos un poco más grandes cuando nos tuvimos. Y valoramos un poco el hecho de ser mujeres que se amaban, o si nos hicimos un poco más dolorosas y bellas al amarnos. Es posible, todo esto, Sarah. Es posible. Aquí todavía no viene el frío. No sé como decírtelo. Esta ciudad sigue siendo de color café y amarillo. Ahora está el muelle abandonado. Recuerdas cuando te decía que era lo único bello de este pueblo, que casi nadie iba, y me gustaba quedarme allí. Todo mundo lo visita ahora, y han puesto parrillas para barbacoas de domingo. Y lo detesto. Ahora tengo enfermedades cardíacas y supongo, que al pecho lo arañan todos los días. Me falta el aire. Le explicaba a un hombre como es esto; despertar, sentir como te desgarran la piel por la mañana. Y durante todo el día. Son finas navajas desangrándolo todo. También dentro; oprimir, liberar, oprimir, liberar, hasta que del corazón no queda un carajo. Después amanece otro día, otro más pesado que el otro. Y así. Pero he leído a Mercedes Carranza que supo terminar con este largo, el triste juego del amor (palabras de Jaime Sabines), pero también dijo “no olvido el paraíso”. Si estuvieras aquí, y si tuviésemos la palabra, la voz, como antes; te lo podría leer. Y tú acaricias mi habla con las letras de tus labios, y abrirías la puerta de tus ojos una y otra vez. Te encantarías. El libro es rojo, como el color de la vida cuando nos quisimos. Es mayormente poemas de gente hispana. Rojo francés, como el de los sellos de mis cartas ¿las conservas todavía? Leerlo a media luz con el rostro que recuerdas. ¿Lo recuerdas? Tenías tantas fotografías. Ahora sé lo mismo que tú, después de una tarde de poesía. Poetas suicidas y vidas truncadas “por el amor y la libertad”. Nunca lo admití, pero eras más sabia. Si lo hubiese sabido entonces, querida. Puedes estar tranquila. Es posible que no me suicide hoy. Ni mañana. Recuerdo cuando te pregunté si me perdonarías algún día, si llegase a hacerlo. No pudiste darme mejor respuesta “yo no soy quien te tendría que perdonar eso, Jazmín”. Tan segura a los diecinueve. Hoy cumples veintidós y no te he podido alcanzar, como es costumbre. Es una avalancha de errores y distancias esta vida mía, pero de distancias tú sabes muy bien. Como de poetas que se suicidan, de paraísos, y de amar, y de morir y de largas depresiones. Por eso no olvido, por eso me acuerdo, siempre era un día siete. Siempre. Ani ohev, ani ohev otaj.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Die in a message





Pensaba en decirte esto, con menos soltura. Como si alguna de todas mis cartas, estas que te escribo, se publicase alguna vez. Sólo contarte que un hombre ha venido a casa, y me ha dicho “te extraño, te amo, no te puedo olvidar”. El verbo extrañar me ha dado mucho asco desde su boca.  El muy infame me dice que su amor, no obstante, no es condicionado. No pide reciprocidad. Válgame. Te juro que de esos amores estoy harta. Aquellas personas que dijeron “voy adorarte por siempre”. Qué hago un café que te cagas, esos que halagaban mi conversación (mi conversación sobre todo), el diálogo de vagabundo (siempre mi diálogo de vagabundo errante) o mi fino gusto o mi olor. Mi olor que es tan el verde. Y mi manera de besar. Y el ego. Pendejos.  Me viene pésima toda promesa a lo “no voy a olvidarte nunca”. Debes de saberlo también tú; todo aquél que tiene amor para mí en una parte del mundo hace bien en guardárselo.  Pero a qué no lo sabes: su amor no me sirve para nada. Esos que juraron no hacerme llorar y hacerme retorcer única y exclusivamente de placer. Los que escribieron “eres tan maravillosa (mi nombre), te llevo a donde quiera que voy”.Inútiles todos.  A lo mejor un día, si su sentimiento ayudara a terminar la pobreza y el hambre de la humanidad. Si su progresión y desesperanza hiciera la cura de una enfermedad letal, esas que atacan nada más a los niños. O si aliviara el dolor de los animales en los mataderos. Pero no. No me facilitan la vida (ni me la complican) igual.

“Vales mucho la pena, como para olvidarte”. Acto seguido dijo mi nombre, el real, con su acento de costa. Con lo que lo odio. Yo tenía un aspecto de puta sin maquillaje, de bailarina exótica cuando no sale de casa y se ha quedado a dormir quince horas. Con una chingada. Lo he mandado a callar. Le dije que no vuelva por aquí en su mediocre vida. No le necesito. Ni a nadie quien “no me ha olvidado jamás”. Te repito, de eso estoy cansada. Qué tontería de la gente al hablarme a deshoras para perturbar la soledad que me ha costado veinticuatro años en construir. Es dura, fría, como las piedras antiguas. Tiene paciencia y tacto japonés. Por las noches llueve. Vamos, a veces hay pequeñas luces azules. Tiene una mirada en su inmovilidad de roca. A todos mira sin mirarlos en verdad, y desea a penas sus manos. Sus manos como un manto de piel para las madrugadas de noviembre. Tiene la corrosión de la sal y sus poderes sobre la sangre. La serenidad de un compositor que murió en los 30’s. O la intranquilidad de un tema de Rachel’s.   

Luego de echarlo volví a la habitación. Me tiré con la cara a las sabanas pensando otra vez en sus palabras “v a l e s  m u c h o  l a  p e n a, c o m o  p a r a  o l v i d a r t e”. L-a --p-e-n-a. E imagino una vida sin pena. Y que alguien me diga, eres mi felicidad. Mi felicidad ahora. Pensaba en esas ridiculeces, pero no sé. Posiblemente tú no lo valgas tanto. Ni él.