sábado, 8 de diciembre de 2012

Mazel tov. Sarah.

A Sarah, en su cumpleaños 22. 

Tú lo supiste antes que yo. Reconociste el ardor de los poetas que se suicidaron en el siglo pasado y en el 2000. María Mercedes Carranza, nació en Bogotá, en 1945, y murió en la misma ciudad en el año 2003, suicidándose, después de una larga depresión. Y no me lo dijiste tan claro. Imagina, querida mía, que me hubieses contado en toda tu bondad lo que habías aprendido. Una tarde funesta donde no tuviste nada que hacer, y ya lo habías descubierto todo. Hablabas entonces de tu boca mordida, y de la tristeza. Jugabas a la ausencia. Me quisiste. Luego escribías y sacabas fotografías de tu cabello, y tus lentes de marca. Pensaba alguna vez en tu egocentrismo. No sé si siempre fuimos así, o nos hicimos un poco más grandes cuando nos tuvimos. Y valoramos un poco el hecho de ser mujeres que se amaban, o si nos hicimos un poco más dolorosas y bellas al amarnos. Es posible, todo esto, Sarah. Es posible. Aquí todavía no viene el frío. No sé como decírtelo. Esta ciudad sigue siendo de color café y amarillo. Ahora está el muelle abandonado. Recuerdas cuando te decía que era lo único bello de este pueblo, que casi nadie iba, y me gustaba quedarme allí. Todo mundo lo visita ahora, y han puesto parrillas para barbacoas de domingo. Y lo detesto. Ahora tengo enfermedades cardíacas y supongo, que al pecho lo arañan todos los días. Me falta el aire. Le explicaba a un hombre como es esto; despertar, sentir como te desgarran la piel por la mañana. Y durante todo el día. Son finas navajas desangrándolo todo. También dentro; oprimir, liberar, oprimir, liberar, hasta que del corazón no queda un carajo. Después amanece otro día, otro más pesado que el otro. Y así. Pero he leído a Mercedes Carranza que supo terminar con este largo, el triste juego del amor (palabras de Jaime Sabines), pero también dijo “no olvido el paraíso”. Si estuvieras aquí, y si tuviésemos la palabra, la voz, como antes; te lo podría leer. Y tú acaricias mi habla con las letras de tus labios, y abrirías la puerta de tus ojos una y otra vez. Te encantarías. El libro es rojo, como el color de la vida cuando nos quisimos. Es mayormente poemas de gente hispana. Rojo francés, como el de los sellos de mis cartas ¿las conservas todavía? Leerlo a media luz con el rostro que recuerdas. ¿Lo recuerdas? Tenías tantas fotografías. Ahora sé lo mismo que tú, después de una tarde de poesía. Poetas suicidas y vidas truncadas “por el amor y la libertad”. Nunca lo admití, pero eras más sabia. Si lo hubiese sabido entonces, querida. Puedes estar tranquila. Es posible que no me suicide hoy. Ni mañana. Recuerdo cuando te pregunté si me perdonarías algún día, si llegase a hacerlo. No pudiste darme mejor respuesta “yo no soy quien te tendría que perdonar eso, Jazmín”. Tan segura a los diecinueve. Hoy cumples veintidós y no te he podido alcanzar, como es costumbre. Es una avalancha de errores y distancias esta vida mía, pero de distancias tú sabes muy bien. Como de poetas que se suicidan, de paraísos, y de amar, y de morir y de largas depresiones. Por eso no olvido, por eso me acuerdo, siempre era un día siete. Siempre. Ani ohev, ani ohev otaj.

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