miércoles, 5 de diciembre de 2012

Die in a message





Pensaba en decirte esto, con menos soltura. Como si alguna de todas mis cartas, estas que te escribo, se publicase alguna vez. Sólo contarte que un hombre ha venido a casa, y me ha dicho “te extraño, te amo, no te puedo olvidar”. El verbo extrañar me ha dado mucho asco desde su boca.  El muy infame me dice que su amor, no obstante, no es condicionado. No pide reciprocidad. Válgame. Te juro que de esos amores estoy harta. Aquellas personas que dijeron “voy adorarte por siempre”. Qué hago un café que te cagas, esos que halagaban mi conversación (mi conversación sobre todo), el diálogo de vagabundo (siempre mi diálogo de vagabundo errante) o mi fino gusto o mi olor. Mi olor que es tan el verde. Y mi manera de besar. Y el ego. Pendejos.  Me viene pésima toda promesa a lo “no voy a olvidarte nunca”. Debes de saberlo también tú; todo aquél que tiene amor para mí en una parte del mundo hace bien en guardárselo.  Pero a qué no lo sabes: su amor no me sirve para nada. Esos que juraron no hacerme llorar y hacerme retorcer única y exclusivamente de placer. Los que escribieron “eres tan maravillosa (mi nombre), te llevo a donde quiera que voy”.Inútiles todos.  A lo mejor un día, si su sentimiento ayudara a terminar la pobreza y el hambre de la humanidad. Si su progresión y desesperanza hiciera la cura de una enfermedad letal, esas que atacan nada más a los niños. O si aliviara el dolor de los animales en los mataderos. Pero no. No me facilitan la vida (ni me la complican) igual.

“Vales mucho la pena, como para olvidarte”. Acto seguido dijo mi nombre, el real, con su acento de costa. Con lo que lo odio. Yo tenía un aspecto de puta sin maquillaje, de bailarina exótica cuando no sale de casa y se ha quedado a dormir quince horas. Con una chingada. Lo he mandado a callar. Le dije que no vuelva por aquí en su mediocre vida. No le necesito. Ni a nadie quien “no me ha olvidado jamás”. Te repito, de eso estoy cansada. Qué tontería de la gente al hablarme a deshoras para perturbar la soledad que me ha costado veinticuatro años en construir. Es dura, fría, como las piedras antiguas. Tiene paciencia y tacto japonés. Por las noches llueve. Vamos, a veces hay pequeñas luces azules. Tiene una mirada en su inmovilidad de roca. A todos mira sin mirarlos en verdad, y desea a penas sus manos. Sus manos como un manto de piel para las madrugadas de noviembre. Tiene la corrosión de la sal y sus poderes sobre la sangre. La serenidad de un compositor que murió en los 30’s. O la intranquilidad de un tema de Rachel’s.   

Luego de echarlo volví a la habitación. Me tiré con la cara a las sabanas pensando otra vez en sus palabras “v a l e s  m u c h o  l a  p e n a, c o m o  p a r a  o l v i d a r t e”. L-a --p-e-n-a. E imagino una vida sin pena. Y que alguien me diga, eres mi felicidad. Mi felicidad ahora. Pensaba en esas ridiculeces, pero no sé. Posiblemente tú no lo valgas tanto. Ni él.

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