viernes, 11 de enero de 2013

De cómo Dusty Springfield salvó mi vida un martes (y llovía)



Era como revivir en una canción. Mi madre decía que yo sería genial en la lengua inglesa desde los ocho. Descubrí los 60’s a los doce. Y era Dusty Springfield y Ben E. King o los Bee Gees. Y ese anuncio de Clight que me hacía tirarme en el suelo mientras el sol me daba en la cara. Un vaso lleno de juguito y el espejo. Nunca fuimos muy guapas, pero nos gustaba fingir que sí. No bailaba muy bien pero teníamos el disco de los 60’s y la felicidad de la infancia. Creo que eso recuerdo. Usaba un camisón de los Dálmatas de Disney. Nada tan irreal que una niña criada a lo Disney y libros de fantasmas, cantando con Dusty Springfield. Encaja, tiene sentido. Supongo que lo tiene porque escucharlo hoy por ahí de las dos de la tarde fue eso, revivir. Oficinista amargado promedio en tenis Tommy. Y podría ver a mamá cantando, y podría verla como entonces, regañándome con la mirada porque me robaba el disco otra vez. O a mi, doce años, cantándole Stand by me a mi padre. A pasitos por la habitación. A la cocina de esta casa pequeña. Vicios del hijo único. Papá inventando alguna cosa. So Darling Darling stand, by me. Después Dusty Springfield explica muy bien este afán de soledad  a los veinticuatro. Es que por esos días había un dramatismo teatral de sentimientos que parecían atractivos en los adultos. You don’t have to say you love me, just be close at hand. Voy a regalarle a quien quiera mi estúpido razonamiento de adulto. Ahora llueve. You don’t have to stay forever I will understand. Y la vida no tiene mucho sentido como a los doce.  

lunes, 7 de enero de 2013

Sólo el tacto




Habla de mí, ahora.
Así, como en silencio. Callada. Así, quédate. Habla del silencio así, también, como si ya hubieses olvidado todo. Luego calla de nuevo. Repite que no estás aquí conmigo. Y sufre. Y sé muy feliz. Has sido completa, radiante y alegre antes de mí. No es que no puedas. Mira, habla de mí ahora porque ya no me reconoces. Haz este ejercicio. Encuentra el final del hilo. Haz mucho el odio, eso, así. Guárdame tu voz. Y piénsame si puedes. Pero no, mejor no lo hagas. Algún día le contarás a ella que no me conociste en realidad. Que disfrutaba de la lluvia como nadie, que un día te hablé de mi infancia. Nunca lo hablamos del todo bien, por miedo. Mi soledad de niña es muy abrumadora, y todavía no hacemos cine. Por eso quiéreme en mi cumpleaños y en navidad. Esos días soy desesperadamente feliz y triste. No comprendo ni soporto los sentimientos humanos. Y estoy huérfana de piel y manos para tocar la ternura de la vida. Habla de mí, ahora. Sabías las perversiones y los sustos. Rugidos de estómago, anda, habla que no dirás mucho. Estarás un día sonriendo bajo un sol amarillo demás, y a lo mejor los ojos se te nublen del llanto porque todo es demasiado absurdo. Toda esta benevolencia te parecerá tan familiar. Es que nadie te ha querido tanto. Y querrás matarte porque me encontraré aquí, finalmente, del otro lado; sola o acompañada o desnuda. O sin comer. Y querrás también saciar mi hambre, y en la imposibilidad perpetua no podrás nunca con ello. O probablemente nada de esto pase. Porque tus lugares no tienen nada mío. Entonces siéntate en las aceras. Me hallan rayando las aceras. Cuando hace frío o calor. Me quedo con el cuerpo muy abierto y tengo dramas y canciones. Todavía palabras. Por si me pronuncian tus verbos. Formas de adorar lo ausente. Ellos hablan mucho de ti cuando me ven. Pero me hacen llorar en momentos rojos. Y les digo que se callen otra vez. Y otra vez. De una vez.

Habla de mis adicciones. Allí no me encuentras sentido. Como esa pesadilla que padecemos, como estar atadas era otra manera de estar a solas. Pero me gustaba de ti la omnipresencia. El absolutismo. Es un poder tan tuyo en tu inocencia. Que muy pronto desdoblabas la desdicha y retomaba el camino donde ya no me esperas. Habla de mí para que ya no sea tan cierto. Que muy al anochecer no hacías más que implorar porque no hubiese mucha agua en el cuerpo. Ya no se podía llorar más. Sobre todo diles que tengo una insoportable manía de tenerte por todas las veces que te dejo allí. Así. En silencio. A todo momento y en todo lugar. Que te enseñé un poco de cuentos de desenfreno y lujuria. Una vez te conté sobre la libertad. Que hay dolores tan profundos como negras las penumbras.  Lentamente. Háblales. Diles que ya me voy. Que ya me he ido. Diles que sé mucho de poesía pero no sé sobre bancos ni dinero para prosperar.

Y remata con qué una vez soñaste conmigo estar tan cerca, que ya nos hiriera nada la piel; ese verter de la sangre. Nada. Sólo el tacto.