Mi vida se había convertido en repetir pasillos. Andamios. Corredores, pórticos. Tenis sucios, jeans con mas de dos puestas. La muchachita con la blusa de anoche y de la mañana siguiente. Sin embargo el olor era siempre dulce. Como el invierno; comida caliente, más calor debajo, colación y abrazos. Tomaba un colectivo por la mañana y otro por la tarde. Todo dependía de las despedidas. Días cortos demás. Junto a las plazas. Mucha gente te conoce, no entiendo porque si no tienes raíces. No tienes casa. No tienes nada mas que tus maletas en la habitación. Dentífrico en el baño. Esos jabones huelen que horrible. Es que tienen el aroma de la culpa. No dormiste en casa decente, dicen. A mi me podría agradar completamente esta situación. O podría odiarlo. Pero tenía, antes que nada y después de todo, un romance con nuestras siluetas abandonando el cuarto de hotel. Sombras dejando ese lugar varias veces al día. Desayuno o cena para sonreír y reflejarnos en la cerámica. Dibujitos sobre la comida. Qué tierno. No maduramos nunca. Reírnos con películas insignificantes. Y ese momento de partir. Era un pasillo largo, no había escaleras. Un rostro triste que se cae de la felicidad. La recepcionista ya me deja pasar mucho tiempo. Sin preguntas. Creo que le agrado. Ojalá que entre su decoración de los indios Cherokees incluyera un tocadiscos. Bailaría para ti junto Stephan Grapelli y Django Reinhardt, my stardust melody. Ya me apropiaria de la mecedora y pondríamos libros para que fuese más nuestro lobby que del público. De puntitas hacia las calles que se incendian. Mi vida se había convertido en soles de medio día. Calendarios de Vincent Van gogh, fechado 2006. Travesuras. Y no entendía porque a los veinticinco me seguía partiendo en dos estar afuera del hotel, verte subir al taxi. Despedirme otra vez como una melodía cotidiana y de soledad. Tan absurda, como la retorica de Woody Allen.
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