viernes, 17 de abril de 2015

Lavanda en los bolsillos



No te lo dije, pero esta tarde, sentada en los pequeños bancos que con entusiasmo me mostraste, encontré un momento perfecto. Qué me dirías, qué repetiríamos ambas; no hay, querida, tal cosa como lo perfecto. No existe. Hemos vuelto desde abajo, como si supiésemos entrar e irnos del lugar al mismo tiempo. Hemos querido lograr la respuesta, adentro y afuera del agua o en el té. Hemos intentado comprender la soledad como método de lo invencible. Y me enternecido en tu delicadeza de vestidos verdes, hierbas, laurel o aceitunas y plantas en el corredor. Esas diminutas cosas se encuentran en su sitio porque nos relatan cuentos de espejos. Todas las ocasiones, cuando tu gata pasa por allí, cuando asesina un poco el derecho de la tierra sobre la maceta, si y tú yo reímos pasadas las diecinueve horas; incluso un céfiro vespertino de ciudad, cuántas historias están allí para escurrir un recuerdo. Yo lo noté de inmediato cuando fuiste a ponerle azúcar al café, y luego subiste y tenía en mí un secreto minúsculo. Y no podía y no quería temerle a las horas o al futuro. En tus ojos marrones yacía una esperanza como un fuego, ardía como la madera, hervía como el verano de sur del que tanto te he hablado. Luego llovió en ellos en un ciclo ancestral y necesario, llovió en ellos, dulcemente, porque las cosas están en su sitio, porque callan, porque vuelven a ti también desde abajo. Donde arrojamos pedazos de piel o destierros, adioses incompletos, como un abrazo partido abarcando la mitad de la calle.

Sólo vuelve a ti lo irremediablemente tuyo.

Tu rostro germinó más flores o pestañas. Tuve un dolor pequeño al abandonarte con tu corazón a bordo de un vagón directo a la felicidad o al olvido. Te dejé una lámpara encendida para que no te pierdas. Eso es porque lo invado todo. Porque me eres. Recuerda que un día llegué y me salté las puertas, las abriste tú sola, y me quedé aunque gritara, aunque un día no me quisieras, y si algún día no lo haces. Mi permanencia sería igual a un rumor de luces que se apagaron, pero que sin lugar a dudas conociste.

Cuando estuve en casa, saqué los brotes de lavanda, que con cariño colocaste sobre mis manos para dejarlos en mis bolsillos. Los esparcí a modo de cenizas dulces sobre la mesa, todos los momentos con un olor transparente, arañando mi garganta, una frescura tal que humedeció la casa y le dibujo sonrisas. Estaba harta de poemas de Alfonsina Storni.

Voy a poner esas flores debajo de la almohada. Antiguamente lo hacían para curar espantos o por ejemplo; poner lupino para no aullar a la luna, ajo para no aterrorizar a las mujeres bellas con nuestros filosos dientes; lavanda para no extraviarnos, quizá. Yo lo haré por ti. Soñaré tu risa blanca, pediré porque regreses de píe, entera, no importa lo que suceda un diecisiete de abril. Haz de llegar y recorrer la casa, tocar las paredes para no olvidar cualquier noche donde gritaste del gozo hasta el llanto, tus hermanos y tú cantando hasta el amanecer, y sobre todo, la vez que él pronunció tu nombre y exististe.

miércoles, 15 de abril de 2015

Nocturno (Ejercicio I)


Alguien llama; fantasma o recuerdo. Debían ser las dos o las tres a eme. Tengo la boca inflamada de sueño, una palidez como deformación de quien viene de otro mundo. Un sueño incompleto o más o menos tibio. A medio hacer.

“Estoy contigo, estoy afuera”. “Afuera nada más el gato que no tengo, maúlla para dejarlo entrar, pero soy suficientemente cruel para no hacerlo”. Sigue llamando. Su costumbre clandestina. Existe también como un susurro alienado dentro de mí. Nos habita lo que amamos. A veces no sabemos hasta donde. Y dónde, y cómo. Nos habitan, decía “como una mano a un guante, y viceversa”. Pero dicen tantas cosas los extraños que conozco. Podría hacer una lista de compras o soliloquios, so-li-lo-quio.
                                      [Con lo bonito de la palabra]

Salgo de la cama.

Qué encanto hay en el aire que se cuela por la casa. Madrugada de abril. El frío entra siempre por los pies descalzos. Pienso, si abro la puerta, en un momento nos sentiremos aislados. Completamente solos, pero juntos. Gustamos pensar que la gente, toda, ha muerto. Sucede a esta hora; alguien ha dejado encendida la luz cruzando la calle, pero no hay sonido. Podrías apostar por un beso ciego, mirarme, pretender mirarme, darme tu mano. Cualquier beso es ciego y ya deberías saberlo. Qué tonto. En cinco minutos cambiaría todo. Ojalá pudiese escucharle más cerca, como ese rumor de los árboles atravesando el jardín, desde las rejas, como prisionero a nuestras bocas, hasta los oídos. Toco mis labios para reafirmar el roce. Busco si no hay fiebre para propiciar las alucinaciones auditivas, por si eso existe. Una mancha en la negrura. Ojos azules que se enredan*.  

“Estoy contigo, estoy afuera”. Yo no logro verlo. Me surge un terror y un llanto. Si dejas de esconderte buscamos un atajo a la felicidad, y nos extraviamos para no volver nunca. Al final del viaje, no podremos llegar más que a un lugar tranquilo. Atardecerá justo a las seis dieciocho. Amanecerá a las cinco cuarenta. La luz entrará por las ventanas y jugará sombras, ciudades no inventadas, caricias extraviadas enroscándose en nuestra tristeza. Tendríamos que vernos fijamente sin necesidad de hablarnos más que con los ojos, la mugre o las ansías.

No le encuentro jamás.


Su silencio se vuelve parpadeo en mi sonambulismo. Se suponía que alguien viene a remendarte el insomnio. Vuelvo a la cama parsimoniosamente, y no me reconoce nadie la zozobra, sólo Friedrich Chopin. 


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* De "La ardilla roja", Julio Medem.

domingo, 5 de abril de 2015

No va a funcionar.

No va a funcionar. 

Pienso en tu rostro, en mis manos que yacían sobre el moldeando razones, y pienso en tu boca y en el sabor que aborrezco. Detesto tu boca sobre la mía. 

No va a funcionar. 

Afuera llueve, parece inconcluso marzo con esta estela gris sobre los edificios,  las luces rojas parpadeando parecieran un rocío de sangre esfumándose en el aire. Anuncian un verano en carrera, ¿ya casi es verano? No. La primavera llega en forma de amapolas armadas de un filo febril.  Mira cariño, todo te lo dije a medias. Sé fingir el amor como los orgasmos en mis gritos donde no te pienso. Tenías razón. Toda la razón, no estoy. No estaba entonces ni lo estoy ahora. Te pertenezco ajena*. Sé hablarte de la pasión de los pueblos, tú sabes hacer como que escuchas, como que prácticas, como que lo sabes todo. Me pareciste adorable. Lo eres. Me pareciste ingenioso. Me pareciste inmenso, pero lejos. Estaba tan lejos. Tenías razón. Nunca he disfrutado más una noche como cuando no tuve que repetirte que te quedaras. Estoy más cerca de mí cuando te marchas. Imagino me pasa con todos porque es cuestión de ego. Sabía reconocerlo sin tener que equivocarme repetidas veces. Sin embargo me gusta, eso, errar; es siempre necesario para colocar una línea donde nadie te espera. 

El camino que habremos de seguir es oculto desde el presente. 

Me da una pena diminuta saber cómo no va funcionar. Tengo la intención de decirlo como si fuese cierto, lo suficiente, para importarte. Entonces llegar un día o que tú llegues. Observar esa ternura tuya de quitarme las gafas, limpiarlas, luego ponérmelas otra vez, así, frente a la gente. Ojalá pueda llevarme eso conmigo. Hará falta por las noches, en el edificio. Ver nítidamente tres calcetines colgando del tendedero mientras llueve, aunque sea marzo. Ya decían sobre esas aguas, y no lo creíamos, ni lo cantamos a oscuras. 

Cierto, te gusta que encienda la luz. Yo prefiero no verte. Recuerda la despedida donde me volteo antes de decirte adiós. 

Así, frente a la gente.

Que no me ruegues ni una milésima de segundo, comprueba lo que te dije al principio.