No te lo
dije, pero esta tarde, sentada en los pequeños bancos que con entusiasmo me
mostraste, encontré un momento perfecto. Qué me dirías, qué repetiríamos ambas;
no hay, querida, tal cosa como lo
perfecto. No existe. Hemos vuelto desde abajo, como si supiésemos entrar e
irnos del lugar al mismo tiempo. Hemos querido lograr la respuesta, adentro y
afuera del agua o en el té. Hemos intentado comprender la soledad como método
de lo invencible. Y me enternecido en tu delicadeza de vestidos verdes,
hierbas, laurel o aceitunas y plantas en el corredor. Esas diminutas cosas se
encuentran en su sitio porque nos relatan cuentos de espejos. Todas las
ocasiones, cuando tu gata pasa por
allí, cuando asesina un poco el derecho de la tierra sobre la maceta, si y tú
yo reímos pasadas las diecinueve horas; incluso un céfiro vespertino de ciudad,
cuántas historias están allí para escurrir un recuerdo. Yo lo noté de inmediato
cuando fuiste a ponerle azúcar al café, y luego subiste y tenía en mí un
secreto minúsculo. Y no podía y no quería temerle a las horas o al futuro. En
tus ojos marrones yacía una esperanza como un fuego, ardía como la madera,
hervía como el verano de sur del que tanto te he hablado. Luego llovió en ellos
en un ciclo ancestral y necesario, llovió en ellos, dulcemente, porque las
cosas están en su sitio, porque callan, porque vuelven a ti también desde
abajo. Donde arrojamos pedazos de piel o destierros, adioses incompletos, como
un abrazo partido abarcando la mitad de la calle.
Sólo
vuelve a ti lo irremediablemente tuyo.
Tu
rostro germinó más flores o pestañas. Tuve un dolor pequeño al abandonarte con
tu corazón a bordo de un vagón directo a la felicidad o al olvido. Te dejé una
lámpara encendida para que no te pierdas. Eso es porque lo invado todo. Porque
me eres. Recuerda que un día llegué y me salté las puertas, las abriste tú
sola, y me quedé aunque gritara, aunque un día no me quisieras, y si algún día
no lo haces. Mi permanencia sería igual a un rumor de luces que se apagaron,
pero que sin lugar a dudas conociste.
Cuando
estuve en casa, saqué los brotes de lavanda, que con cariño colocaste sobre mis
manos para dejarlos en mis bolsillos. Los esparcí a modo de cenizas dulces
sobre la mesa, todos los momentos con un olor transparente, arañando mi
garganta, una frescura tal que humedeció la casa y le dibujo sonrisas. Estaba
harta de poemas de Alfonsina Storni.
Voy a
poner esas flores debajo de la almohada. Antiguamente lo hacían para curar
espantos o por ejemplo; poner lupino para no aullar a la luna, ajo para no
aterrorizar a las mujeres bellas con nuestros filosos dientes; lavanda para no extraviarnos,
quizá. Yo lo haré por ti. Soñaré tu risa blanca, pediré porque regreses de píe,
entera, no importa lo que suceda un diecisiete de abril. Haz de llegar y
recorrer la casa, tocar las paredes para no olvidar cualquier noche donde
gritaste del gozo hasta el llanto, tus hermanos y tú cantando hasta el amanecer,
y sobre todo, la vez que él pronunció tu nombre y exististe.