Alguien llama; fantasma o
recuerdo. Debían ser las dos o las tres a eme. Tengo la boca inflamada de sueño,
una palidez como deformación de quien viene de otro mundo. Un sueño incompleto
o más o menos tibio. A medio hacer.
“Estoy contigo, estoy
afuera”. “Afuera nada más el gato que no tengo, maúlla para dejarlo entrar,
pero soy suficientemente cruel para no hacerlo”. Sigue llamando. Su
costumbre clandestina. Existe también como un susurro alienado dentro de mí.
Nos habita lo que amamos. A veces no sabemos hasta donde. Y dónde, y cómo. Nos
habitan, decía “como una mano a un guante, y viceversa”. Pero dicen tantas
cosas los extraños que conozco. Podría hacer una lista de compras o
soliloquios, so-li-lo-quio.
[Con lo bonito de la palabra]
Salgo de la cama.
Qué encanto hay en el
aire que se cuela por la casa. Madrugada de abril. El frío entra siempre por
los pies descalzos. Pienso, si abro la puerta, en un momento nos sentiremos
aislados. Completamente solos, pero juntos. Gustamos pensar que la gente, toda,
ha muerto. Sucede a esta hora; alguien ha dejado encendida la luz cruzando la
calle, pero no hay sonido. Podrías apostar por un beso ciego, mirarme, pretender
mirarme, darme tu mano. Cualquier beso es ciego y ya deberías saberlo. Qué
tonto. En cinco minutos cambiaría todo. Ojalá pudiese escucharle más cerca, como
ese rumor de los árboles atravesando el jardín, desde las rejas, como
prisionero a nuestras bocas, hasta los oídos. Toco mis labios para reafirmar el
roce. Busco si no hay fiebre para propiciar las alucinaciones auditivas, por si
eso existe. Una mancha en la negrura. Ojos
azules que se enredan*.
“Estoy contigo, estoy
afuera”. Yo no logro verlo. Me surge un terror y un llanto. Si dejas de
esconderte buscamos un atajo a la felicidad, y nos extraviamos para no volver
nunca. Al final del viaje, no podremos llegar más que a un lugar tranquilo.
Atardecerá justo a las seis dieciocho. Amanecerá a las cinco cuarenta. La luz
entrará por las ventanas y jugará sombras, ciudades no inventadas, caricias extraviadas
enroscándose en nuestra tristeza. Tendríamos que vernos fijamente sin necesidad
de hablarnos más que con los ojos, la mugre o las ansías.
No le encuentro jamás.
Su silencio se vuelve
parpadeo en mi sonambulismo. Se suponía que alguien viene a remendarte el
insomnio. Vuelvo a la cama parsimoniosamente, y no me reconoce nadie la
zozobra, sólo Friedrich Chopin.
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* De "La ardilla roja", Julio Medem.
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