El sol no atravesaba cortinas.
Sería un escenario perfecto para empezar a describirlo. Estaba nublado en
realidad. Brumas de primavera anunciando el verano, por si es posible. Ya creo
que lo es. Las estaciones vienen y van cada año de manera diferente. No existen
medievos en la época moderna para explicar tantísima agua. Jazmín Guillén se
levantó de su cama matrimonial pasadas las nueve de la mañana, sola, y sobria.
Con la incerteza del nuevo día bajo sus pies. Es decir, se levantó para lavar
su ropa, eso era seguro. La había dejado remojando un día anterior. Para eso
tuvo que abrir la puerta del diminuto departamento al poniente de la ciudad de
México. Observó el valle, le hubiese gustado un poco de sol, ese sol de las
cortinas. En cambio, la vista de su quinto piso, el cuartucho de azotea, le
dejó ver nubes tocando los cerros de frente. Inmediatamente recordó a ese
fotógrafo sueco que recrea nubes en los lugares más inimaginables sólo para
decir “sí, podemos tocarlas”. Pensaba en cómo amanecer junto a las nubes, y que
seguro, de ser así, dejaría la ropa para después.
No había algo particularmente
especial en los colores del cielo. La verdad es que se le veía soso. Quisiera
decir; el cielo imitaba un jugo de naranja y limón, pájaros cantaban, había un
árbol respirando alrededor. Pero no. Había el ruido del señor del gas y los
tamales oaxaqueños. Bajó inmediatamente por un licuado de fresa con plátano,
pan tostado. La ropa seguía allí para ser lavada de las peripecias diarias.
No era ciertamente seguro, pero
esperaba por alguna razón la llamada matutina de alguien. Hay días como este.
Regocijarse en despertar con Giuseppe
Verdi y limpiar. Esperar que alguien salude. Unos “buenos días”. Pero nada.
Termina de lavar la ropa y sin prisas. Quisiera despertarse como en esa
película de Joe Wright, con Dario Marianelli de fondo y todo. Novela de los 1800’s, con gente que
desayuna a su lado, un bullicio de sonrisas amarillas. Nunca hubo tal, ni cuando vivía con su madre. Le disgustaba
ver a la novia allí, con su familia, que no era su familia, y nunca sería su
familia, y sin embargo allí, ese barullo artificial. Sabía de su
artificialidad, porque nadie la esperaba. En esas películas se esperaban a que
todos bajen al desayuno, se pasan la mermelada, la mantequilla, la sal o el
azúcar. Siempre empezaban sin ella.
Lo más cercano a despertar con
esa benevolencia lo recuerda a sus cuatro años. En el pueblo de su infancia,
otro sábado, muy diferente a este sábado. Se preparaban para ir al templo,
posiblemente su padre recién llegaba de viaje, porque esa mañana estrenó vestido.
La abuela la peinó con dos trenzas. Un albañil que trabajaba en la casa - siempre
habría alguno por esos días - construyendo sabrá dios qué, la casa, la otra
casa, la que nunca habitaron, ni terminaron, la que vendieron para comprarse un
auto; ese albañil le dijo “princesa Jazmín”, y ese día debió ser muy bonito,
porque invariablemente lo recuerda. Recuerda esa mañana donde un albañil la
nombró Princesa Jazmín. Seguro era
abril o mayo.
A medio día comienza a sentir
hambre. Ya ha limpiado la cocina, el baño, tendió la ropa. El sol no salía
todavía. Solamente pintaba un amarillo pálido y ruido de helicópteros el cielo
de Huixquilucan. Como si tuviese relevancia,
ya vuelto a comer muchos vegetales. Qué inútil preservar un cuerpo solitario.
Después de la comida, calcula
que no saldrá a ningún sitio. Si acaso por el pan de la tarde, donde los
dependientes son una familia de gatos taciturnos. Ella les sonríe siempre, y
muy fríamente contestan “hasta luego”, cuando llegan a hacerlo. Los imagina en
su mesa balbuceando sonidos graves y toda su casa silenciosa la mayor parte del
tiempo. Tal vez en un futuro se enamore del hijo mayor, porque es muy serio y
además, se parece a su primer novio, Jorge.
Sale y entra del pequeño
departamento como jugando a la búsqueda de visitantes que llaman a la puerta. Las
nubes de los cerros se fueron esfumando conforme avanzaron las horas, sin darse
cuenta exactamente cuándo se borraron para ver claramente el verde en la cima.
Deben ser pinos. ¿Qué autobús deberá tomar para llegar allí? Parece que no hay.
Y deben asaltar en el camino. ¿Cómo será su densidad? Dicen que tocar una nube
no es nada. Más aire sobre el aire. Y nada más.
Las horas se van en una maleta
de viento y tonalidades grises. A veces agradeces cuando no lo sientes, al
tiempo. ¿Lo sabes? Cuando no extrañaste mucho a nadie. Jazmín mete su ropa a
pasitos, según va sintiéndose más seca. Mientras ve cortos en televisión,
limpia el brazalete de plata que le trajo su mamá de un viaje a Guanajuato.
Queda reluciente y piensa usarlo diariamente. Para llevarla consigo.
A las seis de la tarde, saca una
silla a la puerta para leer con la luz natural. Página 184 del libro de David
Nicholls, que la hace reír bastante y agradece mucho haberse puesto a leerlo.
Qué tonta me parece cuando se encierra en un mundo de silencio y las palabras
están por todas partes. Sonríe. Imagino que siente un poco de alegría y se
aburre menos leyendo la vida de los otros.
Cuando la luz se ha ido, entra,
pone agua a calentar para hacer un café con crema. Ve televisión un rato para
no ensuciar los libros, ni cuadernos, ni nada. El día también se ha ido. Casi
las diez de la noche. Nadie ha llamado todavía, ni siquiera su madre.
Posiblemente busque a ver qué darán en el canal 22, y se irá a dormir sin haber
hablado con nadie, ni con su sombra.
Tal vez conmigo.