Mi lector es muy guapo. Se
sienta frente a mí, disculpándose, fútilmente, por su retraso. Ya debería él
saber que no me importa. No pasa nada. Seré muy educada en lo que la cerveza
logra su letal efecto. No he aprendido que para la primera impresión no se bebe
de esta manera. Sigue explicándome sobre el metro, alguien siempre quiere
suicidarse un domingo a la tarde, y yo me río, se ríe conmigo o después de mí,
parece un caballero. Quiere decirme con su sonrisa de dientes muy alineados lo
simpática que le parezco, quiere decir que lo sabe; cualquiera de estos días
donde he vuelto a escribir, describiré nuestro encuentro en este lugar poco sencillo,
hispter, en el centro. Todavía
desconoce si será para relatar su decepción. Yo nunca me decepciono de mis
lectores. A decir verdad me sorprenden. Una pensaría que un tipo como este, así,
educado, radiante, gracioso; debería tener mejores intenciones en la vida,
mejores ocupaciones, que conocerme, por ejemplo.
Ahora me gustaría escuchar a Django Reinhardt. Llevar ese sombrero
negro, el que me va bien con las trenzas y el vestido pequeño. Saber si en
verdad estoy a la altura de lo que prometo. Miro por las ventanas como siempre.
¿Sabrá bailar swing este individuo? ¿Me llevará a otro lado? ¿Hablará de
follar? ¿Tener hijos?
Quisiera el Minor Swing o mejor no, seguro me leyó en la época donde alguien me
quería, y los días transcurrían inmersos en Debussy
y Satie, el agua corría por la casa
como un río nacido desde jarras de cristal, ella lo dejaba correr, ella
alimentaba la tierra y las cosas. No suena nada, a excepción del indie y demás chatarra de moda de la
cual ya no me entero demasiado. Por ese entonces yo valía un poco más la pena,
creo. Quisiera el gymnopedie n° 1.
Tiende a expresarme su
agradecimiento por estar allí. Imagine
usted, el domingo por la tarde no tengo demasiado qué hacer. Sonrío otra
vez, “no es nada, el placer es mío”. Como si fuese cierto. Es un poco cierto,
supongo. Lo que realmente quiero decirle es que hay noches más claras que
otras, no sé porque recriminan tanto la contaminación, si las luces parecen
estrellas o luciérnagas desde mi edificio. Adquirí un nuevo pasatiempo, ver
aviones aterrizar, y a veces quiero saber su recorrido en kilómetros pero no sé
a quién voy a preguntarle. Mis vecinos me odian porque escucho la música en
altos decibelios, y ya me diría él que puede verme bailando a Nina Simone en la cocina, aunque ya lo
voy cambiando por Rhye, The Fall, eso
porque sale en Une rencontré, la del
tour francés, seguro ya la ha visto.
Se va apagando nuestra charla
como un nocturno de Chopin o como mis ojos. No sé qué se esperaba. Mi energía y
concentración como una vela extinguiéndose, constantemente. No es culpa de él.
Me miró las piernas al menos en tres ocasiones, creo por los relatos donde
hablé mucho de ellas, la fascinación de mis amantes por morderlas, entre otras
nimiedades que escribo. Bebe mesuradamente y pasadas las ocho me dice, si quiero
irme, porque sabe vivo bastante lejos. Paga la cuenta, porque también sabe de
mi pobreza. Mira mucho mis mejillas camino al metro. No sé si por el vino del
final o porque son demasiado grandes. Es dulce hasta para despedirse, cuida que
no resbale por las escaleras. Agradece, otra vez, agradece. Mi presencia, mi cosmovisión,
mi manera de escribirlo.
Yo no sé si sentir ternura.
Me dice el gusto que le ha dado,
no me dice que hubiese deseado que fuese más guapa, más alta, más delgada. Pueda
que lo piense, pueda que no.
Yo no sé si tomarlo de la mano,
gritarle que las luces de las calles se van herrumbrando y no quiero quedarme
sola.
Y me pasa asumir que ya lo sabe,
muy tonta.
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