Sabes que es domingo porque yaces en la cama con una indeferencia voráz a los relojes.
Te despiertas lentamente porque se abren tus ojos sencibles a la luz. Pretendes ignorar el entorno general de las cosas. Qué no hay gente debajo de ti, ni a lado, ni una biclicleta al fondo. Tu mano trémula sostiene un aparato musical anunciando a Ólafur Arnalds. Todo esto en tu mente, con una comunicación intrapersonal ruidosa. Y, en realidad, no te mueves. Piensas en Martina y en el Bilbao gris, que detesta. A lo mejor piensas en ella porque tiene todos los discos, o no, o algo más. Apenas ejercitas los párpados. Tienes que responder el teléfono. Levantarte. Comer cereal. Lavar los platos. Salir a la calle en busca de nuevas direcciones dinámicas. Sentir calor. Ver a lo lejos nubes de lluvia. Ordenar tu mañana como indicio de vida latente: Ólafur arnalds. Martina. El domingo. Vuelves a las sabanas y a los dedos fríos que bien puedes imaginar –los suyos- mientras te habita La lucidez cada vez más, despacio. Logras decirle, a ella, entre pequeños balbuceos: me colocó a la orilla. La cuerda. Esas cosas que sólo entenderíamos las dos; el domingo, la lavandería, el piso compartido. Las llamadas de mi madre. Las listas que se hacen mientras se escribe, como haciendo siempre un interminable inventario de sustantivos propios. Saber que no te creera mucho después de la primera vez. Y qué perdonará la mala conjugación de los verbos. O lo infinitivo. Eso lo asumes. Mientras al final del día le regalas una canción de Library tapes.