miércoles, 30 de marzo de 2011

Canciones de mar I


Querida María:

La mañana de miércoles desperté sin ti. Lenta y taciturna me movía, con ese ronroneo melodioso del llanto que pasó. Un llanto nocturno inconfundible, cuando se va a la cama resuelta a dejar ir las tristezas propias, y las que se sienten por del mundo. Cuando no podemos hacer jamás demasiado. Dos generaciones perdidas por los ideales y por haber peleado siempre ‘por lo bueno,  lo justo y lo mejor de la vida’. A veces también siento gran ternura por  la bondad de la humanidad. Pero eso no sucede muy seguido. Recuerdo que el invierno pasado dejé una carta trunca que comenzaba más o menos así: Amor, hoy he llorado de ternura por el amor de los hombres.  Hay tantas cosas que no te he dado, y de las que tampoco te hablo. A pesar de hablar mucho. Tú sabes que mi verborrea sin sentido, frecuentemente, es solamente eso. Intentas acomodarlo todo para que al final brille ese rastro de genialidad, pero no. Debes tomarme así.  Mis recuerdos del mar, de las casas, y los bosques. Los besos de Isabel. Canciones que provienen desde el fondo del océano. Hoy he pensado en mi abuela. Debe ser que estoy próxima a los viajes, y a la familia, la luminosidad de su casa, los árboles en primavera, los ríos, el altiplano que solamente veo desde lejos.  Salí a la caminata matutina. Pensaba en llegar a escribirte. El olor del viento, tibio, las nubes muchas sobre nosotros. Todos esos signos me obligaban a cerrar los ojos, encogerme de hombros, conoces esa imagen.  Pensar en ti. Recuerdas cuando te dije, que desde que llegaste tú, ¿me encanta el sol? Me encanta el sol, María. También he aprendido a reconocer el aroma del calor, ese cálido aire atravesando la piel, como si fueses tú. Te cuento, mi recuerdo de Isabel es simple. Las mañanas de marzo como diminutos besos en los hombros. La gente quemando basura, ese humo, amor…el aroma del humo que sé que no soportas. Pero a mi me recuerda su casa. Las cenizas. La madera ardiendo. Señoras moviéndose entre el colectivo y las calles. Sus morrales de mercado. Su expresa amabilidad con los extraños y los turistas. Me venía como el sonido de las playas tan temprano, como amando la vida con todo lo que viene.  Mi melancolía de ciudad, esa donde te dije por primera vez que te amaba.

Mira, no todas las canciones de mar son tristes. A veces es mi madre gritándome que no me vaya tan lejos, que no camine hacia lo hondo.  Nos vamos pronto ‘o este año no sé si iremos’. Como una puerta abriéndose y cerrándose. Amaneciendo a media tarde, los ritmos lentos, María. Me he quedado en casa escribiendo, a ver si de pronto me llamas o te hago llegar la carta por los medios más veloces. La he de pegar en el sitio de siempre, con un clavo, y una melodía.

Y no estoy nostálgica María, es el mismo método de mi cuerpo latiendo y separándose de aceites y líquidos azules. Estoy jugando a los bolígrafos, las hojas de papel, y esta manera mía –tan tuya- de derramar  la vida  con delicados placeres húmedos: mis lágrimas, tus espasmos, y el agua de marzo que ya te contaré.

Waltz - Ella


[Ao, te puse a Tiersen. 
A que te acuerdas de una larga carta 
con Au dessous du volcan o ... era otra ...]  

sábado, 19 de marzo de 2011

Para salvarme




Estás llegando a ese sitio en mí, donde definitivamente, no hay regreso.  Lo digo más por ti que por mí. O viceversa. Yo te lo advertía desde el principio: vamos, hermana…no caigas. No me dejes entrar. Tú me explicabas diariamente más o menos las mismas cosas: cállate, no me resisto. Cállate porque nada de esto es cosa tuya. Después yo agachaba la cabeza, apretaba los labios. Me ponía a escribir en esa vieja máquina. Desenredabas mi cabello con tus dedos. Pretendías que mi bien lograda nostalgia, no reinara ni un solo minuto más. Pero claro, colocaba en el aparato de música aquella sonata triste. Y heroica. Nos llenábamos de gozo. Nos llenábamos de algo…. verás, aun no sé exactamente que era. Llegabas a mi espalda y me abrazabas desde allí. Y ya no te ibas. Regabas las plantas. Regabas las plantas porque a mí todas se me mueren. Intento agradecértelo con tres horas de estupor. O una llamada los lunes, para que la semana encerrada en nuestra estúpida vida no te desgarre los pies. Hay que andarla. Hay que andarla, hermana, aunque cuando vea largos caminos me quede estática o temblando, intentando dar un paso de vuelta, y dar un paso para seguir, y no hacer ninguno al final. Hay que seguir aunque nos duela. Pretendo hacerte entender de una vez cómo es que aunque el agua fluya, los besos se me prendan del vientre o del sexo, llego a condenarme en los barrancos, y en los altos edificios cuando ser yo se me viene muy encima. Y no puedo no pensar en la manera dramática en que tus manos se agitan cuando se despiden de mí. ¿Sabes lo que te digo? Un teatro fugaz cerrando sus cortinas a la tarde y todo me destruye.

Para salvarme, pretendo coquetearle a todos. Hacerles felices a todos. Pero tú con tu risa blanca habitas esa zona inerte –no se te olvide- de donde ya no puedes salir. Juegas, cierras las ventanas a las seis. Caminas descalza mientras no, mientras no quiero susurrarte: Me voy a quedar dormida en el piso de la sala. Y no tengas que besarme, hasta que todos los candados se encuentren en su sitio. 

miércoles, 16 de marzo de 2011

Cúmulo y Tardes provincianas





Algún día alcanzarás
esta llamarada de sol

no pronunciaras palabras humanas,

querrás subirte
bajar
entrar
en

a lo mejor vuelvo a ser
lo que antes

corregiré guiones por las noches
escribiré por las mañanas,

el café será amargo
y el aire muy quieto

los pianos como siempre,
encenderán
nuestras piernas.

A lo mejor re-nombramos
las horas

inventamos un nuevo arte

mientras sigamos vivos
y no te busco, ni me buscas,
no hacemos nada grande con la vida
nadie recuerda nuestros nombres.

Quiero decir que me estoy tendida
sobre la cama
como susurrándote utopías,

pero no logro más que estudiar
sobre gramática inglesa,
leer a Alexandr Pushkin
o a Ibn Hazm
y escuchar la banda sonora
de Goodbye Lenin,

perder el tiempo

y contar razón por razón
del porque me encuentro 

aquí, inmóvil, esperando.

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Quería llegar a ti. Tenía ya listas las maletas, y todo lo sobrante. Un sagrado sacrificio de mi piel, y las condenas. Todas listas, en fila, para embarcarme a lo que decimos: será mi destino. Había esa necesidad compulsiva de dolerme esparcida sobre todo el piso. Odiaba tanto a mi madre, que ya no alcanzaba odio para ninguna otra mujer, mucho menos para un hombre. Y muchísimo menos para ti. Por eso me quedé a medias calculando las frases de una tarde común. Los libros, los himnarios, y tal, serían únicamente luces diluyéndose en la acera. Quería llegar a ti con muchos discos, con nuevas canciones y sonrisas. Casi podría ponerme a llorar, en soledad y sabanas, cuando no me quedan más lámparas para esta oscuridad. Me revolotean unas preguntas en la boca. No hago nada. Separo fotografías en blanco negro y las de color, donde se me ven bien los labios o por textura.

Tenía ganas de llorar, y me puse a pensarte.

Por eso estoy aquí, con las piernas desnudas y con una melancolía de viejos libros que no sé cómo explicarte. Al menos no sin desvariar.



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Los días han pasado imperceptiblemente. Vivo y no vivo, y todas estas paredes se incrustan en mi propia geografía. Tengo el orgullo –y la pena- de leer incansablemente, hasta que se me secan los ojos, hasta que los ojos no son. Hasta que se pasan las horas, y no me disuelvo entre el hedor de enfermedad. El malestar y el no estar. La lentitud del enfermo. Las cicatrices y  resequedad de un cuerpo que no encuentra respuestas. Mi propia carne retando a la edad en el encierro. ¿Cómo sostenemos la vida? Enumeramos motivos, y esperamos a que amanezca. A ver si amaneciendo el andar se nos compone. Los días no son más días contándolos en un papel con dígitos consecutivos. Pero hacemos comer y beber en los domingos. También suceden caminatas en la tarde, en ocasiones. Eso cuando los días han transcurrido inevitablemente y la recuperación no se escapo de la conocida ‘mejora gradual’. Tomas placer al pasear a los pequeños. Re-conocer las calles entre el olor ahumado del barrio, la hierba tostada, fundiéndose con los sonidos de la vendedora de tamales. Ese carrito chueco y lento con su megáfono anunciando que, si lo deseas, la cena ya estará servida. Los niños ya conocen la tonada y la repiten, van atrás del auto. Y me lleno de ternura. Pienso en llamarle. Invitarle a observar al faro y su pintura desvaída azul. Vivirnos levemente. Recoger la tierra que nos sobre dentro de los pies. O entrelazar las manos, para que la idea de no aferrarse al piso tenga sentido. Despertar. Había que volver a casa con esa imperceptibilidad del después. Juntar este montón de sentimientos. Vivirlos a la velocidad de la luz. Aspirar la debilidad de los huesos, dormirse cuando haya pasado el temblor. En la majestuosidad de no merecernos –todavía- la muerte. La crónica de un día apagándose con las bombillas de la noche.

 Como las vibraciones de una orquesta, luego el silencio.

viernes, 4 de marzo de 2011

De un bar y sus luces



Alguien sin rostro llegaba a decirte: sí, ella pasó a buscarte, pero no estabas. Tú con la altanería tan propia de tu nombre –y tu país- alzabas las cejas. Luego te acariciabas la boca, te dabas la vuelta, decías que ibas a estar en el bar around the corner. Que no te esperara despierta. Eso. Dos o tres notas. De la otra cosa me olvide, si lo recuerdo te lo digo. Yo me puse a jugar en la acera. Era de noche. Pinte con tiza dos círculos enormes. Luego entré al bar, entonces, todavía ponerme zapatillas de tacón fino era posible. Estabas allí, guapísima como siempre. Ahí todos nos conocen –conocían- y procuran darnos mesas de extremo a extremo. Me traían vodka, llegaban unos hombres. No sé que decían de mi cabello, del escote, que tengo que arreglarme los dientes. Pero sólo abría mi boca para beber más. Claro, hago ese gesto, la enchuecaba para que se largaran de una vez. Pasaban más gentes. Sólo tenía que inclinar mi cabeza, y allí estabas. Coqueteabas con todos. Pero de vez en cuando volteabas la mirada, soltabas una carcajada y otra vez las cejas. Luego te rascabas los parpados. Esos idiotas comenzaban a aburrirte. Después llegaban unas mujeres muy altas, se sentaban contigo, leí de tus labios: sí, y un viaje a Japón. A mí me llegó un tipo muy creído –ya sabes, no me gustan- a decirme que se había acostado contigo, captó mi atención. Le vi a él, luego a ti, te hice una seña; me dijiste con la cabeza que no. Llamé a seguridad. Se lo llevaron. De a poco y de pronto me iba sintiendo ebria. Me conoces ebria, tengo orgasmos con la música, a veces te lloraba en las piernas, hablo mucho –pura pendejada-. Me venían a decir que en realidad si lo hiciste con varios, pero no te gustaban tanto. Y tenía yo que conformarme con eso. Me iba venciendo. Las manos las estiraba y con toda la palma me sostenía de la mesa, el cuerpo me escurría en la silla. Tú te veías cada vez más endemoniadamente bonita y sin prisas. A mi ya nadie me hacía caso. Entonces notaba tus ojos como creciendo en la espera a mi muerte. Ya,  te ponías de píe. Creo decías adiós, te despedías con un movimiento de cabeza, como mandándolos a todos al carajo. Yo no lo sé, esas imágenes de las noches, tal parece siempre las he distorsionado. Igual me pediste un taxi para que llegase a salvo a la puerta de la casa –de lejos unos metros-. O me llevaste tu misma, pero me abandonaste después. Amanecía con lágrimas, vómito y amnesia.  Ya no sabía de ti en varios días. Como que a las tres de la mañana te dispersaste con las luces de la ciudad. Mientras dormía la gracia de vivirme, y me daba tanta risa, que la otra nota decía que me extrañabas. 

Foto: Stolen
by ~instantvoodo