Algún día alcanzarás
esta llamarada de sol
no pronunciaras palabras humanas,
querrás subirte
bajar
entrar
en
mí
a lo mejor vuelvo a ser
lo que antes
corregiré guiones por las noches
escribiré por las mañanas,
el café será amargo
y el aire muy quieto
los pianos como siempre,
encenderán
nuestras piernas.
A lo mejor re-nombramos
las horas
inventamos un nuevo arte
mientras sigamos vivos
y no te busco, ni me buscas,
no hacemos nada grande con la vida
nadie recuerda nuestros nombres.
Quiero decir que me estoy tendida
sobre la cama
como susurrándote utopías,
pero no logro más que estudiar
sobre gramática inglesa,
leer a Alexandr Pushkin
o a Ibn Hazm
y escuchar la banda sonora
de Goodbye Lenin,
perder el tiempo
y contar razón por razón
del porque me encuentro
aquí, inmóvil, esperando.
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Quería llegar a ti. Tenía ya listas las maletas, y todo lo sobrante. Un sagrado sacrificio de mi piel, y las condenas. Todas listas, en fila, para embarcarme a lo que decimos: será mi destino. Había esa necesidad compulsiva de dolerme esparcida sobre todo el piso. Odiaba tanto a mi madre, que ya no alcanzaba odio para ninguna otra mujer, mucho menos para un hombre. Y muchísimo menos para ti. Por eso me quedé a medias calculando las frases de una tarde común. Los libros, los himnarios, y tal, serían únicamente luces diluyéndose en la acera. Quería llegar a ti con muchos discos, con nuevas canciones y sonrisas. Casi podría ponerme a llorar, en soledad y sabanas, cuando no me quedan más lámparas para esta oscuridad. Me revolotean unas preguntas en la boca. No hago nada. Separo fotografías en blanco negro y las de color, donde se me ven bien los labios o por textura.
Tenía ganas de llorar, y me puse a pensarte.
Por eso estoy aquí, con las piernas desnudas y con una melancolía de viejos libros que no sé cómo explicarte. Al menos no sin desvariar.
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Los días han pasado imperceptiblemente. Vivo y no vivo, y todas estas paredes se incrustan en mi propia geografía. Tengo el orgullo –y la pena- de leer incansablemente, hasta que se me secan los ojos, hasta que los ojos no son. Hasta que se pasan las horas, y no me disuelvo entre el hedor de enfermedad. El malestar y el no estar. La lentitud del enfermo. Las cicatrices y resequedad de un cuerpo que no encuentra respuestas. Mi propia carne retando a la edad en el encierro. ¿Cómo sostenemos la vida? Enumeramos motivos, y esperamos a que amanezca. A ver si amaneciendo el andar se nos compone. Los días no son más días contándolos en un papel con dígitos consecutivos. Pero hacemos comer y beber en los domingos. También suceden caminatas en la tarde, en ocasiones. Eso cuando los días han transcurrido inevitablemente y la recuperación no se escapo de la conocida ‘mejora gradual’. Tomas placer al pasear a los pequeños. Re-conocer las calles entre el olor ahumado del barrio, la hierba tostada, fundiéndose con los sonidos de la vendedora de tamales. Ese carrito chueco y lento con su megáfono anunciando que, si lo deseas, la cena ya estará servida. Los niños ya conocen la tonada y la repiten, van atrás del auto. Y me lleno de ternura. Pienso en llamarle. Invitarle a observar al faro y su pintura desvaída azul. Vivirnos levemente. Recoger la tierra que nos sobre dentro de los pies. O entrelazar las manos, para que la idea de no aferrarse al piso tenga sentido. Despertar. Había que volver a casa con esa imperceptibilidad del después. Juntar este montón de sentimientos. Vivirlos a la velocidad de la luz. Aspirar la debilidad de los huesos, dormirse cuando haya pasado el temblor. En la majestuosidad de no merecernos –todavía- la muerte. La crónica de un día apagándose con las bombillas de la noche.
Como las vibraciones de una orquesta, luego el silencio.

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