The quiet morning
Nos habíamos quedado en casa para soñar libremente dentro de la habitación amarilla. Terminar por fin esa correspondencia pendiente, y enviarla lo más pronto posible. Empaquetar música para los próximos viajes, odiarlos a todos, demostrárselos a todos –que los odias-, comer sola en la última silla de la mesa del fondo. Esperar que nadie pregunte absolutamente nada, es pesado contestarles cuando no se tiene rostro ya. Decidimos encerrarnos para llorar con Nessun dorma. Hace años que reconocemos ese temblor callado, mi cuerpecito tristísimo –según tus remembranzas-, una intoxicación ilógica de los sentidos con los idiomas extranjeros.
La única forma de llegar debajo de sus huesos, a la siete de la mañana, es abrir los ojos.
‘Adoraba la lentitud, y la rara sensación de que todos ya habían muerto’. El jugo de naranja tan trillado, mis perros emocionados al verme despertando el día, y mis melodías lentísimas, rebotando en los muros. También era mi padre. En no sé qué lugar de la casa, pero sabía que él deambulaba en algún sitio, con mis discos de Jazz en su aparato más viejo. Moviendo al ritmo un píe. “Jeepers Creepers” y Ella Fitzgerald recordándome que otra vez era domingo. Qué hoy deberíamos ser felices con este andar parsimonioso, nuestro trabajo de años, saludar a los clientes que al final ni conocemos. O no hacerlo. Pero conformar esta dinámica de ser. Lo que debemos ser. El barrio de siempre con sus fluidez diaria a través de los años. Recién lo comprendo; hay una luz en abril donde el cielo se abre a veces, y es la sonrisa de mi mujer o la de mi abuela, en forma de calor, bajando hacia mí a la velocidad del sonido para acariciarme el cabello. Es eso o nostalgia. Lanzar un suspiro muy fuerte mientras voces franco-italianas dicen ‘que no hay paredes pero sí árboles’. ‘Quand tu es tellement près de moi’.
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María, amor:
Estoy en la banquita del negocio. Mi madre no ha llegado. Presumo que lo hará un poco borracha, y queriéndome dar muchos besos. Tú sabes. Pero estoy pensándote, y aun no tengo el valor del que te hablé por la tarde, ese que siempre me falta para escribirte hasta que se me caigan las manos. Hago ver las mismas farolas de siempre. Esas que fotografío junto a la red de cables, que no entiendo por qué, te parecen bonitos. Estoy así, con las luces naranjas haciéndome nido en los ojos, pero esperando, como esperando por ti e inmóvil. Tenemos suerte, María. Darnos cuenta del amor, y admitir, lo terriblemente afortunadas y felices que somos. Cualquier domingo por la tarde, cuando allá va cayendo la noche -como tus párpados- y me hago dulce demás y no sé como despedirme sin que sea a medias todas las veces. Intentaré prolongar estas palabras hasta que me escuches, de estar allí, por la mañana y abandonas tu hogar, conduces el auto hasta la oficina que de pronto no soportas. Voy a intentar retar un poco a la vida. A ver si soy menos hostil con mi madre.
La noche se va como de puntitas. Sigo siendo ‘una pequeña posesión’. Hablo con una de mis primas. Estamos planeando la vida como si pudiésemos hacerlo todo en una semana. Con playa, ríos y faldas largas de señoras preciosamente terrenales. Y te tengo a ti entre mis dedos, no me estás doliendo, no me estás doliendo…y cierro los ojos besando todos los hilos de la cuerda. Y anochece el domingo.

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