miércoles, 11 de mayo de 2011

Escenarios




Recuerdo mi cara y el silencio sordo -como un fantasma detrás de la puerta- después de hablarte de Liszt cierta tarde, otoño, por supuesto. Una fragilidad tácita en tus ojos, otros temblores -de los que jamás hablaremos- te crecían desde las manos. Era, principalmente mi deseo. Mi voz corrompiendo ese espacio virgen de tu oreja, una planta trepadora común, germinándote el cuello. Hablarte de Suiza como si supiese algo, cualquier tema, que en realidad frecuentemente ignoro. Pero siempre abrir mucho los ojos, usar ademanes moldeando el oxigeno invisible para que no te quedara más que mis métodos febriles, para que no te apartases de mí cuando llegara, sin duda alguna, lo indicado. Así podría inventarte historias incomprensibles para todos, que tú disfrutaras del tal manera que no pararas de reír, y yo, haciéndome lío con los verbos conjugados.  No tienen mucho secreto: Son pretéritos continuos. A veces cambiar el aparatito para que sonara Schubert. Impromptu in g bemol, its says. Seguir hablando, seguir evocando extrañezas. Pequeñas muertes vespertinas mientras se cocina pasta, se planea abrir un vino barato. Charlar. Desanudarnos. Tengo todavía esta grave obsesión con las conversaciones. La gente nunca se conoce del todo. La misma gente, que al final, no es mucho, y nos aburre. Ellos no enmarcan la silueta del quiebre sobre el aire, ni  tiemblan de labios o pestañas mientras te hablan de la Filarmónica Nacional de Varsovia. Pero tú dices, tú piensas [yo quiero estar contigo]. Es tal esa tarde. Un sábado. Sazonar comida italiana, y nuestro silencio eterno, mi cara transparente, tú asintiendo o mis dedos finos que no adoraste parafraseando a Chopin. No sé, se nos iba el sábado, es que a veces no existía. Los Escenarios estaban vacíos cuando tenía un esplendor a lo Liszt, o será, será que ya no lo recuerdas.

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