Voy a quedarme muy quieta. El viento soplara con su dirección de norte a sur como siempre. Cerraré los ojos, lloraré como ahora, repetiré tu nombre antes de dormir. Como un pensamiento inocente dulce, y sin reproche alguno. El otoño vendrá y todo cambia. Mi mejor amiga dice que, en todo caso, esto es más cercano a la realidad y que yo soy más que otra cosa, esto. Cartas que se escriben y no llegan nunca. Destellos de luz que se extinguen cuando atardece. Acidez, y un sabor a verde sobre la boca, de recordarlo. Una adicción o vicio, decía. Pero como todo, tarde o temprano, cesa. Tiene que suceder así. A mi no me importaba. No es que me importe de pronto. No es que alguna vez vaya a importarme. Pero hay pulsaciones que se reconocen. Querer ir a ti. La domesticación de mis instintos para agudizar certezas. La intoxicación de mis sentidos para agilizar exactitudes. La corrección de tus impulsos para volver a un remolino ampliamente marcado, y mi palabrería que siempre está demás. Por eso con constancia intento provocar mi mutismo, a modo normalizado de comunicación absoluta. O me entretengo con una taza de infusiones de hierbas. Todo a medida de cosas insufribles y el insomnio, que nos de tiempo de todo. Incluso para nada. Para la nada que tanto tiempo nos lleva. Serán de nuevo esas canciones y las hojas de papel que no entendemos debajo de la cama. Ropa nueva, ya verás. El aire acariciara la piel y abrirá, tales heridas, que me reconocerás como el sonido de los árboles, y cuando sus ramas te derrumban. Y estoy tan quieta. Quieta de ti. Hasta que vamos a dormir y la vida se nos nubla.

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