Quisiera escribir; primero, que la mañana es fría y tranquila. Los perros están en su cama, uno está vestido. Bebemos café integral despacio y a Tchaikovsky lo tenemos resonando los rincones. A veces, ellos, los pequeños se acercan a mí y me besan. Vuelven a sus camas, me sonríen. Me gustaría desmentir la soledad y que la casa estuviese iluminada. Alguien preparara mi té o me ayudara a dormir más, es que no puedo. Pero hay soledad casi absoluta. Dice mi madre que he planeado así mi vida, sin pensarlo mucho y que no lo puedo evitar. Sí, aquí parpadea el silencio. No escucho más que los latidos míos, y cierto nombre que resuena debajo de las cosas. Una majestuosidad rusa que hemos sabido manejar para que la habitación no se quiebre, ni tú con ella. Y hay casi melancolía. Decimos, hoy no hay niebla y no esperamos el expreso. Las luces difusas a las siete con diez para que un señor te salude y pregunte por el trabajo. Que no hay de otra. Pretendes que todos te ignoren por alguna razón. Sí. La has sopesado desde los dieciséis. Pretendemos este estoicismo muy del vals, pero cuando llegamos a casa lloramos. Lloramos nomás. El cuerpo late de cansancio, como regresando a un lugar conocido. Abandonado de si mismo. Sí, este lugar lo conozco. Sólo que está más quieto que antes. Las paredes más amplias. Un anonimato que si te descuidas va asesinarte. Todo volverá. Las muertes y el silencio. El espesor del aire por la mañana. Mis labios agrietados. Todo volverá, primero, por el frío. La música vendrá entre los ojos azules del llanto. Esta quietud te lo dice. Y es que mamá no está. Llama cada dos horas por si me duele algo. Pero yo no le digo que todo, “todo mamá, todo”. Vamos, es diminuta la línea del tiempo cuando se resbalan las letras. Y las pupilas, y la concentración; pronunciarte en verbo pasado para no equivocarse una vez más. Quisiera decir que todo esto habla de mí como en un sitio de penumbra. Que nunca nos habíamos sentido tan miserables, que nunca habíamos dicho con certeza “no siento nada”. Irse despacio a leer hasta saciarse porque tú me lo has pedido. Besar mi frente por ti y confiar en que todo pasará según las horas. Que todo esto es tan natural, esta casa así, tan sola. Donde ya no vivimos. Ni mi madre, ni mi padre, ni todo lo que un día amé yo.
domingo, 30 de octubre de 2011
None but the weary.
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domingo, 16 de octubre de 2011
Medeleine Again
Yo tenia este sueño pequeño verás, Madeleine. En ese sueño, alguien aprendía a presentirme; lo sabía, a lo mejor eras tú u otra mujer de las que me han querido tanto. Sucedía así: Cuando llegaba octubre, había un clamor entre las hojas que susurraba despacio que yo volvería. Aun más, sabía el estrépito preciso de los pasos, decían así que era lento y calculado. Yo en realidad no lo sé. Madeleine, en mi sueño seguíamos siendo tan salvajes como siempre. Sólo que llorábamos cada que nos veíamos, a través de rejas. Tú más que yo cuando acariciabas mi rostro, que no se parece al de nadie, luego decías cuánto miedo tenías que te devorara en cualquier momento. Pero teníamos la música, hablábamos en presente perfecto. Leemos muchos libros bajo la paz de los árboles. Pensamos en una generación entera que se perdió en las guerras buscando la libertad. En mi sueño los pueblos cantan juntos y tú y yo, nos fascinamos y lloramos igual que nos reímos. Nuestros padres siguen siendo tan dolorosamente bellos y nos bajaban al mundo. Tenemos cierta religiosidad en los actos, pero sin creer en Dios, ni en nadie. A lo sumo en nosotras mismas. Pero tampoco. Allí bailamos parsimoniosamente, y volvemos a creer en placeres delicados, como acariciar nuestros dedos por más de cinco horas, colocar la cabeza sobre tu pecho y frente a frente. Por un lado está todo bien Madeleine, así tú y yo, lejos del ruido de la vida. La gente ya no se tiene que asustar o volver a pensar en la Santa inquisición. La gente no entendió nunca, que llorábamos de amor simplemente, y nos íbamos a dormir buscándonos las pieles hasta que encontrábamos nada, nada. No nosotras, ni en sueños. […]
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domingo, 9 de octubre de 2011
De medias azules y canciones dulces
Quiero comenzar a escribirte como si al final pusiera “tuya, fulana”, que todo lo sintieras menos, y más, cada vez; que las palabras se forjen de tal manera para que las repitas como nueces crujiendo en tu boca durante todo el día. Quiero mística, enredos, lo quiero todo. Pero sólo tengo la habitación, mi aburrimiento de las seis de la tarde, el dolor debajo del seno derecho. Uno pequeño, que tú disminuyes, tampoco te lo he dicho. Es que creo que al final lo notas porque el día resplandece así, que nadie me vio jamás reír tanto. Pero luego te vas y los pequeños, nosotros, quedamos como sueltos de no sé dónde. Es Indie, películas suecas, mi fragilidad y pesimismo, que no sabes. Mi aburrimiento ocupándose en comer ansias y acelerando imágenes burdas, yo diciendo a alguien “ella es mi gusto más decente” o algo así. No tengo mucha fuerza a esta hora de la noche donde llegar a ti. Decir que ya vivo en el pasado, que estás en el futuro, que ahora duermes y vas a levantarte en tres horas. Tomarás el auto, vas a pensar en mí. Acá el día lo vislumbro casi jodido, quiero llamarle de nuevo a Isabel. Sigo emocionada con diciembre. Diciembre viene como las promesas o las historias de niños. Sólo que estamos desde afuera, en el frío, sabes cómo ¿Martine? Afuera, afuera de la vida. Sino es contigo. O en el sur. Iremos al sur. Mientras, hago escuchar canciones dulces mientras te pienso, tomarme fotografías con las medias azules y morirme de ternura en algunos estribillos que me harán sonreír, temprano, el lunes. Te tomaré una fotografía.
Tuya, Jazmín.
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martes, 4 de octubre de 2011
Quedarse en casa
Televisor, té de boldo y una falda blanca con florcitas. Mi rostro como siempre desnudo de sonrisas y series de TV. Pasear por las baldosas descalza, la gente que se asombra al verte Algo que adoro, Seindfeld, cartoons amarillos. Ahora voy a cocinar toda la mañana después de tres días, comer lentamente como si no lo hubiésemos hecho en tres días. Un poco de amor en los libros por la tarde y algunas llamadas telefónicas. El cuerpo pequeño de ellos, besos, diminutos besos de calidez como si existieran.
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lunes, 3 de octubre de 2011
Abuela y niño con sombrero café
Un olor especifico tan del incienso, el devaneo del colectivo, mi cansancio –sobre todo mi cansancio- y este dolor de los días.
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Él, con un sombrerito café y yo; y mi música clásica en los oídos; su abuela. Su abuela a lado en la oscuridad de este pequeño autobús. Las sombras, las luces y las sombras. Naranjas y amarillos, y ella enseñando su credencial que desmerece al pagar dos pesos menos. A veces aparece el mareo de cuando las cosas se mueven y tú estás allí. A veces no me crees que pueda pasar inmóvil días. Que no nombro a nadie, y mis movimientos nulos flotan por alrededor de la casa. A veces sucede todo. La soledad, tanta soledad y el amor que no es suficiente. Jamás. Hay algo sucio en esta ciudad, pero te enternece la imagen de una abuela y su niño. Él, ella, juntos, cabezas juntas y yo observándolos. No sé dibujar, no sé tomar fotografías certeras, te digo así que estaban juntos y yo con el cuerpo inflamado y con frío. Para hoy sólo he bebido agua. Decirte así, ya no puedo con los sólidos. Decírtelo así como si escucharas. Voy a comenzar a escribir cartas como a los veintiuno. Alguien lee en la sombra sobre mis relatos de cafetería y hotel. O los adagios de Brahms a la luz de un cuarto rojo deshabitado. No sé cómo describírtelo. Ellos así, no sé, no sé, me aprieto los muslos. Estaban tan juntos y tan queridos y yo sin Isabel. Ya no levanto el teléfono ni a mi padre. Y Brahms tan de sábado estando con papá en la mesa. Todas esas imágenes allí en la oscuridad del colectivo mientras ellos, perfectos, hermosos, hablando de Roxana que se ha comprado unos tenis y camina por la Vicente Guerrero mientras pasamos por allí. Yo tengo tanta hambre. Pensar en la ducha aun sin llegar. Gente que baja y sube de aquí. Un calor, sí, un calor de verlos. Pero ves, ves, la gente de a poco comienza a olvidarte y antes decía que eras la mujer de sus sueños. Así comienza octubre con un cuerpo desgastado, el recuerdo de mi abuela a quien no llamo más, mi clóset nuevo. Y no lo sé. El camino iba así entre destierros. Yo a punto de llorar. A punto de llamar a quien sea. Con un escalofrío en los brazos y me sentía tan sola. Sin esperar a nadie, y esperándolos a todos. Como en el final de aquella película donde se reúnen mientras te celebran a ti. No sé si me entiendas. Mi observarlos allí, a ambos, enmarcando con mis ojos marrones que tanto han visto, ahora, a ellos. Casi llorando te digo. Ella blanca y pelo gris, el pequeño y blanco con el sombrerito al bajar, de su mano, ten cuidado al bajar; le dice. Y yo muriéndome, yo amándolos así como se le hace a la familia. Luego llegué a casa, con unos pasos tan lentos como de no llegar y estar, estar en casa, llamar a la abuela, echarse a llorar.
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