Yo tenia este sueño pequeño verás, Madeleine. En ese sueño, alguien aprendía a presentirme; lo sabía, a lo mejor eras tú u otra mujer de las que me han querido tanto. Sucedía así: Cuando llegaba octubre, había un clamor entre las hojas que susurraba despacio que yo volvería. Aun más, sabía el estrépito preciso de los pasos, decían así que era lento y calculado. Yo en realidad no lo sé. Madeleine, en mi sueño seguíamos siendo tan salvajes como siempre. Sólo que llorábamos cada que nos veíamos, a través de rejas. Tú más que yo cuando acariciabas mi rostro, que no se parece al de nadie, luego decías cuánto miedo tenías que te devorara en cualquier momento. Pero teníamos la música, hablábamos en presente perfecto. Leemos muchos libros bajo la paz de los árboles. Pensamos en una generación entera que se perdió en las guerras buscando la libertad. En mi sueño los pueblos cantan juntos y tú y yo, nos fascinamos y lloramos igual que nos reímos. Nuestros padres siguen siendo tan dolorosamente bellos y nos bajaban al mundo. Tenemos cierta religiosidad en los actos, pero sin creer en Dios, ni en nadie. A lo sumo en nosotras mismas. Pero tampoco. Allí bailamos parsimoniosamente, y volvemos a creer en placeres delicados, como acariciar nuestros dedos por más de cinco horas, colocar la cabeza sobre tu pecho y frente a frente. Por un lado está todo bien Madeleine, así tú y yo, lejos del ruido de la vida. La gente ya no se tiene que asustar o volver a pensar en la Santa inquisición. La gente no entendió nunca, que llorábamos de amor simplemente, y nos íbamos a dormir buscándonos las pieles hasta que encontrábamos nada, nada. No nosotras, ni en sueños. […]

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