Era viernes y mi padre me ayudaba a reparar la lámpara de noche, “es muy vieja”, me dice. “Además tiene un gorro”, le digo. Sonaba el piano de Rachel Grimes. “La muerte es algo que duele, padre”. A veces todo es muerte. Todo huele a muerte. Las horas, el destilar de minutos. Las canciones de cuna que me hacen recordar a mi padre, ya han muerto. Como si uno mismo muriese lentamente con cada palabra no dicha. En estos casos, uno inconforme, aun piensa en el mañana. Como vislumbrar el despertar incómodo y el mutismo que le sigue. Una falsa sonrisa. Las cinco de la mañana y acariciar la herida con los dedos. La tocas una y otra vez. Como la caricia primera. Sintiendo ese bultito de piel formando las cicatrices. Tiernamente burlándose de ese presagio de muerte. Casi no puede ser cierto. Estás terriblemente sola. Tan salvaje, tan exacta, tan profundamente sola. Ciertamente esta cantaleta ya me cansa. Qué sea viernes y no me beba trago a trago el agua de un lecho oscuro, que no viva la extravagancia de cruzar las piernas mientras se besa lascivamente una copa. “La muerte es algo que duele, padre”. Me encanta sostener un rostro entre mis manos y decir “si no me tocas, me muero”. Después salir a las calles y respirar el humo de la noche o ese que se escapa entre los labios. Recordar que es viernes. Que ahora lo pasas donde los padres, perpetuamente, con la única rutina de verlos y preguntar “qué hay ahora”. Al final, mi padre arregló la lámpara. Sólo estaba desconectada. Le hemos dejado el gorro igual. En el televisor alguien dice “el amor es infinito”. Entonces piensas ahora en la “muerte” y en el “infinito” como respuesta a todas las preguntas nocturnas. También piensas en el amor, principalmente en el amor. Creo que todo se trataba de eso desde el principio. La falta de. Lo inconcluso de la oración. El dolor de espalda que no te deja y la herida. Es esa soledad que estalla en la herida. Y como evitar que te recuerde a la muerte. Como esas historias que rescatas y son luminosas al final. En su ardor y en su pérdida. Todo huele a muerte, hasta el amor, cuando lo crees perdido.
Querría inventar muchas formas de decir “Ella no está” o “Ella se ha ido”. Transita por las carreteras de un México fundido por el sol. Lo hace, no lo hace. Es de noche. Es fácil percatarse que no está. Su dulce peso no oprime el colchón, no huele a botánica de hierbas. No está presente ese picor en la nariz proveniente del talco. No está. Es como si existiera un letrero, una calcomanía por toda la habitación que te dice “No está” ella no está, se ha ido. También tratas de improvisarla, como si al final necesitaras su compañía más que cualquier cosa, como si de verdad su torpeza no te importara. Es que debería darte vergüenza el silencio que guardas cuando aparece. Esa supuesta seguridad y amargura. A lo mejor ella no lo cree, nunca se dio cuenta. A lo mejor tu misma no te diste cuenta. Porque el dolor de ahora no es como el de antes. Es un frío. Ese latido que presientes. Porque ya no existe aquí. Su halo de benevolencia estará en otras latitudes, su cuerpo lento ocupará otro espacio. Otro tiempo. Alguien más le podrá dar besos en la frente que tú casi no le diste. Y siempre parece ser el último. Tienes ese miedo permanente porque no existe la perpetuidad de la vida. Querría explicar el porque de tu llanto, que es estúpido, porque dejas pasar el tiempo y el tacto. Y te parece poco estar así entre la gente, como si te esperara. Como si tuviesen la opción de estar allí, y adorarte. Y no es así. Ella llegará mañana temprano. Un hombre alto la esperará en la misma estación de autobuses de segunda clase. Habrá calor, con una brisa tropical que no podrías creerlo. Todo será verde. Querrás estar allí, y vas a llorar a medio día. Tal como lo haces ahora. Como si valiera de algo. Y caminará cansadamente hasta abrir la puerta. Su casa olerá a café y orquídeas. Tendrá hambre. Luego se desvestirá parsimoniosamente, y una música se escuchará con la cadencia de los árboles. Y será feliz como nunca lo ha sido en semanas. Tomará una silla y la halara hasta el pórtico, el sol será fuerte pero no importará; respirará el fresco aire de sur y cerrara los ojos, tal como lo haces tú ahora, recordando que es casi un sabor que se escurre por la garganta, ese olor. El campo. Con suerte, no sentirá ni un poco de tristeza por si no te vuelve a ver. Te lo ha pedido tantas veces; que vuelvas, que vayas a ella. Que encuentres ese sitio y el balance para no marcharte de allí nunca más. Yo entiendo que no puedes; la belleza de quererse así es separarse una y otra vez, interminablemente hasta que una de las dos muera. Por eso es una melancolía primitiva. Animal. Todo queda en calma cuando en la distancia se sonríe, casi puedes adivinarlo. Está meciéndose, quejándose de la vista, jugando con sus manos. Todos sabemos que no te queda más que tu perro oliendo tu tristeza porque ella no está, se ha ido. No la viste lo suficiente, no llenaste tus pulmones del aire de su voz. Pero ha dejado sus vestigios, pequeños regalos no mencionados y sólo te los hace a ti. Dejó esa costumbre incómoda de volverte hacer creer que eres tan pequeña, que todavía puedes renunciar a verle por cuatro días seguidos y regresar allí, a ella otra vez; aguardando con su mesa de centro. Así las tardes aquellas, eran las más sustanciosas del mundo y tendrías que comprender que se marche, que sea un abrazo corto, que para el viernes ella haya retomado su ritmo habitual. Vaya al templo, apropiándose de un aroma a santidad y cenizas. Más tarde hará las compras en el mercado, llegará en taxi. Usará falda larga. Tú querrás salir corriendo a cualquier parte porque ella no está.
El hombre se sentará con ella frente a frente y hablaran de ti. Sobre esa mórbida mujer que eres otra vez, y con suerte, aun te seguirá queriendo.
Praha-In Your Memories
[En la fotografía también era primavera, la dejo intacta]
Elige un día. Una hora. Un nombre. Nuestros sentimientos serán los mismos y mi piel. Esta piel con que te amo. El sentido metafísico donde adivino los roces cuando la luz entra lo suficientemente exacta, para abrir discretamente los ojos. Puede ser que el mes sea marzo, el día domingo, que sigas llamándome Jazmín con un hermoso acento de isla. Pueda ser que ya no haya hombres, ni mujeres para besar o especular. Ninguna manera de escoger distracciones de manera voluntaria. Pueda que no quede nadie sobre la tierra, y sólo habite la oscuridad. Pueda ser que tampoco me llames más al teléfono cuando haya pasado. Posiblemente, hablaremos sobre los mismos temas repetitivamente; entonces tu aburrimiento, pero si amanece antes de él, habríamos que preparar té y atisbar la geometría de los tejados. El brillo de las losas según la dirección solar. A lo mejor dibujamos un puente para cansar los pasos y después caigas en mi hombro, me tomes de la mano, pretendas que no soy tuya, y que todo te ha sido prestado. Que soy una persona más en la multitud si me dejas libre y no voy hacia ti, otra vez, con la mirada fija. Mordiéndome la boca y calculando la matemática de un encuentro furtivo. De un beso furtivo a las doce de la noche, aun no lo quieras. Creo que es posible acordar el día. Sólo elige una hora, y tendrás que llamarme de manera diferente. Pero el amor no será diferente, ni el odio, ni la nula idea de la inmortalidad si descubro un mar entre tus piernas. Los celos de amante tampoco serán diferentes. Habría mucho drama salpicando las banquetas, mucho resplandor naranja mientras ya no hablo más; sólo con las pestañas, y los brazos, y algunos gestos. No he conocido persona que se resista al mutismo, cuando ha encontrado una herida abierta. Y no sabe que hacer con la disyuntiva de devorar o besar. Todo será igual, te lo prometo. Y cuando suceda la vida estará repleta de extravagancias sublimes y gozos exagerados. [...]