sábado, 16 de marzo de 2013

Jeux jeux, mon cour





Juego con mi corazón. Juego a que no está furioso o a que no arde como las estrellas.

A que es un músculo como todos los músculos, aunque no. Pretendo no recetarle soledad. A pesar de las largas horas impacientes de mutismo y frío. A pesar de su rebeldía de humano o su inconformidad con las pausas. Me gusta pensar en las adolescentes que van por la vida con el corazón remendado con goma de mascar. Y pienso en el mío, tan infame, incrédulo, pero valiente. Pienso en sus cicatrices de guerra como una montaña llena de rocas antiguas, más viejas que las piernas de Dio-s, en las que se sostiene el mundo. Juego con él. Le hago trampas diariamente. Incauto, le inserto una vida que no quiero. La desprecio. Hablo con gente sin substancia ni voz. Incluso me es insoportable el sonido del lenguaje. Cuando todo lo que quiero es agua. Agua en mis oídos. Luz en los ojos. Nieve en las manos. O los glúteos de ella para poder dormir. Qué más da que deteste nuestros juegos. Nos encontró un día cuando llorábamos mucho, él y yo. Incontrolables, y por supuesto, incandescentes. Nuestra llama le habló de sombras y destierros. Hizo quedarse atrapada en nuestras historias de niños salvajes. O de nubes, y destellos de diamantes que nos partían las manos. Toda belleza tiene algo de incomprensible. Como este sonido de olas en una inmersión artificial. Una habitación con una ventana pequeña. Con ese desapego al existir o existir tanto, un asombro de Greg Haines bajo todas las cosas. Estar así debajo. Desistir. Juego a respirar. Mi corazón y yo jugamos a que se detiene. Y luego vuelve a comenzar en los días más certeros. Cada despertar es otra era. Otra yo. Mejor, más inhumana, más monstruo. Más abominable. Y en cada ocasión amo un poco más o un poco menos. Las demás personas no existen y corren despavoridas en el horror de nuestro sonar incomprensible.

A veces jugamos a la niebla o a las mudanzas. Nos gusta la decoración de interiores y el frío matutino. Hacer humo para perderse en él. Como un verde que nunca se seca, amamos los exilios que nos dicen que nunca partimos si nunca llegamos realmente. También jugamos a los barcos de papel y a las cometas. Nadan por los canales intravenosos llevando sueños a lo profundo, que luego se disparaban hacia arriba. No sé donde. Es un continuo vértigo donde no comprendemos la dinámica de compartir espacio y tiempo, si siempre estamos en sitios diferentes. Pero todo parece ser producto de una vida anterior. Más simple. Queremos creer que siempre estuvo ese amigo de ojos celestes acompañándonos en todo. Costuraba los orificios que hacían las piedritas del juego de la tarde. Las piedras como balanzas del mar para que no termináramos ahogándonos. Los mismos barcos nos dejan llevándose todo, a no sé donde.

Mi corazón se defiende ante mi tiranía. Hace la música o el drama teatral para convencerme que la vida no es esto. Me paraliza cuando menos lo espero. Invade todos los sistemas y todos los diagramas de mi cuerpo. Por eso invento su juventud o su vejez. En grandes festines pasamos horas cultivando flores o bebiendo alcohol para que se olvide un poco del verbo pretérito. De los agujeros en los zapatos o los jardines que de a poco se incendian porque no estoy, no estamos verdaderamente aquí. Quiere entender porque lo odio tanto. Porque abrir los brazos y cerrarlos como esperando el toque, el abrazo, la colisión mía con la eternidad prácticamente imperdurable. Quiero separarme de él. Hay sonoros días donde su veneración poética, irascible, se apropia del viento. Juntos me juegan el cabello y las orejas. Me distraen durante todo el día y no puedo con los conocidos, los comedores, las esperas que son filas de supermercado. No puedo esa separación de los pasos o las huellas. Sale triunfador dejando piltrafas, tiritas de piel, pedazos de carne. Inútiles.

Juego con mi corazón. A que es un niño o un pájaro.

Y que vuela igual o que no tiene nada más que hacer que esperar la hora del té o la lluvia. Pero ya se cansa cuando llega la noche o la mañana, y no nos hemos mudado; ni partido, ni redecorado, ni ahogado, y seguimos siendo los mismos. Y lo consuelo un poco porque no se ha congelado todavía.

Juego a que es gran amigo del tiempo, y a que no está siendo devorado por él.

[…]

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