Juego con mi
corazón. Juego a que no está furioso o a que no arde como las estrellas.
A que es un
músculo como todos los músculos, aunque no. Pretendo no recetarle soledad. A pesar de las largas horas impacientes de mutismo
y frío. A pesar de su rebeldía de humano o su inconformidad con las pausas. Me
gusta pensar en las adolescentes que van por la vida con el corazón remendado
con goma de mascar. Y pienso en el mío, tan infame, incrédulo, pero valiente.
Pienso en sus cicatrices de guerra como una montaña llena de rocas antiguas,
más viejas que las piernas de Dio-s, en las que se sostiene el mundo. Juego con
él. Le hago trampas diariamente. Incauto, le inserto una vida que no quiero. La
desprecio. Hablo con gente sin substancia ni voz. Incluso me es insoportable el
sonido del lenguaje. Cuando todo lo que quiero es agua. Agua en mis oídos. Luz
en los ojos. Nieve en las manos. O los glúteos de ella para poder dormir. Qué
más da que deteste nuestros juegos. Nos encontró un día cuando llorábamos
mucho, él y yo. Incontrolables, y por supuesto, incandescentes. Nuestra llama
le habló de sombras y destierros. Hizo quedarse atrapada en nuestras historias
de niños salvajes. O de nubes, y destellos de diamantes que nos partían las
manos. Toda belleza tiene algo de incomprensible. Como este sonido de olas en
una inmersión artificial. Una habitación con una ventana pequeña. Con ese
desapego al existir o existir tanto, un asombro de Greg Haines bajo todas las
cosas. Estar así debajo. Desistir. Juego a respirar. Mi corazón y yo jugamos a
que se detiene. Y luego vuelve a comenzar en los días más certeros. Cada
despertar es otra era. Otra yo. Mejor, más inhumana, más monstruo. Más
abominable. Y en cada ocasión amo un poco más o un poco menos. Las demás personas
no existen y corren despavoridas en el horror de nuestro sonar incomprensible.
A veces
jugamos a la niebla o a las mudanzas. Nos gusta la decoración de interiores y
el frío matutino. Hacer humo para perderse en él. Como un verde que nunca se
seca, amamos los exilios que nos dicen que nunca partimos si nunca llegamos
realmente. También jugamos a los barcos de papel y a las cometas. Nadan por los
canales intravenosos llevando sueños a lo profundo, que luego se disparaban
hacia arriba. No sé donde. Es un continuo vértigo donde no comprendemos la
dinámica de compartir espacio y tiempo, si siempre estamos en sitios
diferentes. Pero todo parece ser producto de una vida anterior. Más simple.
Queremos creer que siempre estuvo ese amigo de ojos celestes acompañándonos en
todo. Costuraba los orificios que hacían las piedritas del juego de la tarde.
Las piedras como balanzas del mar para que no termináramos ahogándonos. Los
mismos barcos nos dejan llevándose todo, a no sé donde.
Mi corazón
se defiende ante mi tiranía. Hace la música o el drama teatral para convencerme
que la vida no es esto. Me paraliza cuando menos lo espero. Invade todos los
sistemas y todos los diagramas de mi cuerpo. Por eso invento su juventud o su
vejez. En grandes festines pasamos horas cultivando flores o bebiendo alcohol
para que se olvide un poco del verbo pretérito. De los agujeros en los zapatos
o los jardines que de a poco se incendian porque no estoy, no estamos
verdaderamente aquí. Quiere entender porque lo odio tanto. Porque abrir los
brazos y cerrarlos como esperando el toque, el abrazo, la colisión mía con la
eternidad prácticamente imperdurable. Quiero separarme de él. Hay sonoros días
donde su veneración poética, irascible, se apropia del viento. Juntos me juegan
el cabello y las orejas. Me distraen durante todo el día y no puedo con los
conocidos, los comedores, las esperas que son filas de supermercado. No puedo
esa separación de los pasos o las huellas. Sale triunfador dejando piltrafas,
tiritas de piel, pedazos de carne. Inútiles.
Juego con mi
corazón. A que es un niño o un pájaro.
Y que vuela
igual o que no tiene nada más que hacer que esperar la hora del té o la lluvia.
Pero ya se cansa cuando llega la noche o la mañana, y no nos hemos mudado; ni
partido, ni redecorado, ni ahogado, y seguimos siendo los mismos. Y lo consuelo
un poco porque no se ha congelado todavía.
Juego
a que es gran amigo del tiempo, y a que no está siendo devorado por él.
[…]
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