Había algo perfectamente
claro; la historia tendría que comenzar de noche. La calle guardaría una
cotidianidad vaporosa en su humedad, habría silbidos, aroma a tabaco o almizcle.
Olores cuajados en la nariz de la gente haciéndolos respirar profundo o hacer
gestos; aspirar y cerrar los ojos. Abrirlos. Se escucharía a Hoagy Carmichael y su polvo de
estrellas. También se esbozarían saludos, como si la ciudad denotara un ir y
venir de los ritmos; allí todos conocemos nuestros nombres. Como si al vernos,
nos leyéramos en partituras previamente ensayadas. Tendríamos las escalas, y el
lenguaje. De este modo, seríamos amantes de una complicidad no pactada y
contemplaríamos la belleza sólo con el
hecho de comprar pan, té verde y cigarros. Aunque hayas dejado de fumar hace
meses. Sería por mera costumbre o pasión por la decadencia. Porque tu boca ya
aprendió a moverse de cierta forma, y tus dedos, y tu manera de caminar se
asegura en el ardor de cenizas. “Estoy esperando a que algo se queme dentro de
mí”, diría. Pedacitos del cuerpo esparcidos en ese curioso modus vivendi. Has logrado amarlo dentro del odio en su ejecución.
A reiterar el vaivén de las cosas y los actos. Una desesperación por intentar
la vida. Normalizar un poco, sentirse tan afuera y estar tan dentro. Y
viceversa.
En la historia habría
mujeres. El mundo sin mujeres no existe. Sería una sucesiva vivencia de
derrotas. Batallas de arena contra el tiempo. Espacios carentes de sílabas y
tejidos suaves de la carne. Existiría la hermosura del mundo sin decirla. Pero
ellas, estas mujeres, no tendrían nombre. No hay pronunciación en su
existencia.
La mirada hablaría
porque la boca no. Se limitaría a caminar mientras se hace del tránsito un
baile. Las aceras, las cortinas que se van cerrando. El sonido del claxon
porque ya son más de las siete. Apúrate,
ven, dile. Se dirigiría entre elevaciones y ruidos. El ruido siempre. No es
el del piano golpeando, no el saxofón, ni la guitarra. Hay crudeza en él.
Intensidades. También lamentos. Distintos en su primigenia, pero los logra
escuchar, puede mezclarlos. Rayan de la felicidad a la nada. De lo divertido al
hastío. Y algo quedaría en su oído, como ecos. Las últimas frases de la gente.
Adioses y buenas noches. O susurros casi “te espero en casa”, “no te voy a
besar”. Y eso la fascinaría. Casi podría verlos danzando al llegar a sus
departamentos y buscarse. Le encantaría el acecho de los amantes. Se haría
feliz con eso.
Observaría detenidamente
el sube y baja de los tonos. La percusión que suponen los pasos cuando sabe
subir escaleras. Buscaría las llaves que nunca encuentra con facilidad.
Entraría a su casa, saludaría al perro con un beso en la frente. Le diría
“amor” como signo de algo. Las historias de gente triste están muy trilladas
ya. Así que no sería ese el rostro de ella. Sería expectante. Siempre
expectante, como devorar el mundo desde las pupilas.
Tampoco habría hambre.
La gente dice que existe esa necesidad imperiosa de alimentar el cuerpo cuando
realmente, no es más que la idea de satisfacernos. Somos unos adictos a esos
placeres. Ella no tendría hambre esa noche. Para poner a trabajar la estufa
encendería un fósforo. El olor del agua caliente empezaría a llenar cada
habitación ¿se ha notado el aroma del agua hirviente? Se siente como la crudeza
invadiéndote el olfato. Como un olor que casi no es un olor, sino una
presencia. Prepararía el té. Viraría la
mirada a la cajetilla de tabaco sin abrir. Jugaría con las letras sobre el
empaque. El sonido del celofán que lo cubre hace una música callada. Un tierno
sonido de novedad y frescura. Pero la dejaría intacta. La colocaría en una
mesilla sin limpiar hace un par de días. Tendría que haber estos de comida
sobre esa mesa. Cuadernos, vasos, y un libro. Un bolígrafo de tinta negra. La
ventana de junto sería amplia y estaría siempre abierta. Las cortinas tendrían
un color oscuro para que el sol no entrara violentamente todos los días. Sólo una
habitación al fondo. Un baño pequeño e incómodo. La nevera color amarillo
pálido. Estarían pegados unos poemas allí, escritos a mano alzada, con borrones
de agua. Cada que pasara cerca de ellos, los acariciaría con la mano abierta.
Se iría desnudando a
media sala. Pasaría los dedos tibios por el filo de los muebles, rondando la
cocina. Libros apilados sin leer, porque sí. Así abandonamos lo que amamos.
Como un ejercicio de ruina y destierro sin motivos. Y el sonido de la soledad
en los cuartos, la búsqueda del perro hacia su mano, beber el té lentamente. Armarían
un escenario tal, que se quedaría el silencio resbalando finamente, como si no
quedara en el mundo más que esa habitación donde siempre hay una luz encendida.
Una cama individual donde a veces cabe ella, y el perro. Y hay un escritorio
donde se encentrarían cajas llenas de correspondencia. Perfumes y cremas de
tonos verdes. Todos a medio usar. Aún no llegaría a la habitación, es lejana y
prohibida por meros recuerdos.
A veces se llevaría los
dedos a la boca. Tiene ese rozar de las yemas como besarse a si misma con las
manos. Los labios serían suaves y color no sabes si carmín o amarillo. No sabes cómo no serían unos labios no suaves.
Dicen que son como acariciar las grietas en las manos o en las paredes. Te
murmuran derrumbes sostenidos. Ella pensaría en ese derrumbe, si pudiera, con
la continuidad del tacto hacia el cuello, el pecho, luego en retroceso a los
hombros y los ojos cerrados. Hablaría de una comunión entre cuerpo y mente o
simple deseo. Pero es una manera de sostenerse.
De aguantar en la caída. Como detener una fuga de si misma, para no caer
completamente todavía y sin indagar en el equilibrio. Lo supondrían sus manos.
Quizá sería nostalgia.
Esa fiebre de enfermo que surge cuando se comienza el juego del cabello sobre
la frente, y la respiración varía en cortarse o ya no tener más pulmones que
llenar. Su andar sería pausado y firme. Necesitaría llorar o sucumbir. Sucumbir
es morir un poco. Dejarse caer al suelo frío con el dramatismo de un chelo a
medianoche. Echarse así como flotando en el aire, entre el cuerpo y el piso.
Levitar allí en una tranquilidad acuosa. Sentiría que se hunde. Nadie iría a
salvarla. Aguantaría la respiración, y nadie le diría que existe a la par el
desplome y el vuelo. Y casi podríamos escuchar las explosiones de su corazón.
Son revoluciones milimétricas que van haciendo saltar el pecho, y la harían
continuamente hacer círculos con los dedos. Diría: “aquí comienzas tú”. Se
respondería “aquí termino yo”.
El perro se aburriría.
Intentaría revivirla a besos. No sabría desdecir las historias que le lame en
el oído. Entonces sonreiría, también, porque sí. Le halaría desde quién sabe
que sitio muy abajo, con los dientes, hasta que se encontrara otra vez. O
volviese a levitar pero dentro. Como si ella fuese un globo de helio, y él, un
niño. Aparentemente estarían ahí. Pero no. Ella navegaría entre intempestivas
mareas. Como buscando perderse en ese encanto de la noche. La noche que es un piano. Habría que correr sobre él a grandes
pasos. Sus piernas serían delgadas y ligeras. Él no la soltaría. Los
movimientos serían lentos. Su cabello volaría entre el viento y el agua. Sería
fría como la escarcha de invierno. Lucharía por alcanzar una ventana abierta. Y
sería casi un sueño tal espectáculo; no se podría imaginar el abismo cerrado de
su angustia. La humedad sería fina sobre su piel. El calor también se fugaría
por la ventana.
Afuera habría luces
naranjas como pequeños botones flotantes, jugando en su vida artificial.
Tiritan si así lo queremos. En los parpadeos de ella, permanecerían como
flashes diminutos. La noche continuaría su vida falaz más viva que antes. Se escucharían
los animales rondando como una vida salvaje que nunca descansa. Sin embargo
todo se asemeja a la mentira. Prevalecería un mutismo deforme. Como si ya nadie
existiera. Y queda el barullo de las ambulancias, las alarmas de autos, alguien
tocando una puerta que del otro lado nadie quiere abrir. Ese ruido prevalecería
mientras logra el aterrizaje.
Ya no se escucha más polvo de estrellas o clásicos norteamericanos
hace tiempo. Su cuerpo volvería cada vez a sí mismo y él la esperaría allí.
Casi riendo. Saltando a los signos de vida. Respiraría de nuevo entonces. Se
daría lentamente la vuelta para poder sentarse. Regresaría a ella misma casi
con un cansancio de guerras perdidas. Tocaría la pequeña cabeza del animal, lo
dejaría soltarla, se dejarían libres después del vuelo. Y dónde habría ido, se preguntarían. Aparecerían marcas en las
muñecas, a lo mejor de aferrarse en el vuelo. Cierto es, la intranquilidad de
la mente o lo contrario. La dejarían exhausta esas latitudes y habría que
buscar refugio en el calor, otra vez. El del cuerpo del perro o de los espacios
cerrados.
Podría ser que entonces se dirigiera a la
habitación. Los pies serían más presurosos, justo cuando sólo es correr a
los brazos tardíos de alguien que se espera hace siglos. Recogería aquella
cajetilla de cigarrillos, esta vez la abriría. Tomaría uno, se lo llevaría a la
boca pero no habría fuego que lo prenda. Esa sensación de humedecer la boquilla
la sentiríamos con un sabor a papel mientras se habla. La luz en el
cuarto continuaría encendida. De nuevo serían los devaneos de la cabeza y las
manos, tratando de poblarle la dermis de recientes caricias. La música se
intercambia por canciones de pena, casi serían un consuelo para acompañarla a
dormir. O el tacto. Como una bienvenida vienesa dentro de la habitación. Hay
momentos donde parecería infinita y azul, como un océano abierto. Llegaría a la
cama con el mareo, un retumbar de dolores en la sienes. Podrían observarse sus
gestos fúnebres fácilmente desde la puerta. Se cubriría el rostro con ambas
manos. Volvería la vista hacia aquella caja llena de cartas. Mantendría los
dedos buscando algo en específico, haciendo muecas al no encontrarlo. Y a veces
lo hallaría. Lo sabríamos por su faz de pronto, apacible. Contendría una
alegría que sólo sería comparable a una mirada. Esa dada a quien se le ha
extrañado mucho. Alzaría esas hojas de papel de colores más bien oscuros.
Amarillos ocres y marrón, también. Pero las llevaría hacia su pecho con extremo
cuidado. Sin ninguna intención de romperlas. Si no lo opuesto. La vida
pareciera írsele allí. En esos trozos de papel tostado por el tiempo.
Carecerían de suavidad a la vista. Los esparciría uno a uno sobre la cama, como
un lecho de letras. Ordenaría parsimoniosamente estos símbolos. Toda
continuidad es necesaria al dirigirse a su pasado. Que no pudiese buscarle más
que entre restos y ruinas. Recovecos fortuitos si se deja caer de una vez. Esta
ocasión sobre blancuras extremas, y una balsa. Se movería como un péndulo. Las
cartas harían de manto hasta que lograra dormir, venciéndose en el crepitar de
los sueños. El pequeño perro entraría a la habitación. Con calma y alivio. Se
quedaría a la orilla, en espera, en guardia. Valiente y siempre fiel compañero.
No le temerían al sueño porque es radiante. Lleno de humedad en las pestañas y
calidez. Tanta calidez como un beso de abuela. Y dormirían los dos. Bastaría
para dormir las demás cosas. La ciudad, el aire, la luz afuera. Los
aparatos domésticos parecerían por fin en hibernación. Las ventanas no serían
más que ventanas. Los autos más que autos aparcados junto a las banquetas, y
las palabras que ya quedan nada más formando tic tacs en los relojes.
Ella amanecería a la orilla de la cama.
Despertaría pensando que habrá un sonido especial cuando el autobús se
estacione. Cuando gire de tal forma para que ella no camine demás. Que debería
despertarse para ser escuchado. Qué existe para ser escuchado. Que hay una
flaqueza en los brazos porque todo sabe a nada a las seis. Y todo
pesaría, y no. A la vez no. Todo sería levedad como un parpadeo sobre los ojos.
También sería una sordera. Obviaríamos todo lo que ocurre alrededor y sólo
permanecerían los ruidos específicos que se inventan a esas horas. Sabes
esos ruidos; el rasgar de una uña, el goteo siempre tonto en el lavabo, cuando
amanece, el masticar de las cosas. El trago viajando en la garganta. La
enfermedad que crece dentro pero no se dice. Ya por la mañana, cuando todo
dolería de una forma distinta, habría que admitirlo. Siempre tendría el nombre
de una mujer colgando en la comisura de la boca. La enfermedad se llamaría “la
otra ella”. Escribiría en una hoja de papel:
Siempre es muy temprano para pensar en
ti. O muy tarde. Continuamente dejo de hacerlo. Pensar, digo. Tengo una
avalancha de ti, de mi sed de ti, de la conciencia inconforme. El amor siempre
me pareció demás a la hora de pensar en la vida. No tienen que ver aunque lo
tengan todo. Voy a corregir todos los escritos de una vez. Aún no me atrevo a
decirnos, todavía no me acostumbro a ocultarnos tampoco. Me harás falta a la
hora de corregirlos. Y de puntuarlos al final. Y desconcentrarlos en el medio.
Manchar las hojas con húmedos y filosos placeres. Hasta que todo no era más que
nosotras. La fiebre corrupta que es decir “nosotras”. La ignominia, el ardor,
las habitaciones con mares dentro. Las cortinas que describiste como “pulmones
de aire”. Nosotras. Ves, cómo amo ese pronombre. Cómo podría no amarlo.
Debo marcharme ahora. Tenía esta costumbre de
irme a otro lugar. El perro está bien. Sigo comprando cigarrillos. Me los llevo
a la boca por ansiedad. No te echo de menos pero, los vuelos son muy
solitarios. No sé si me explique. Es necesario que lo sepas, no estoy comiendo
bien y no sé si se relacione contigo. Ya deberías de saber que los recados son
algo escueto y yo siempre extendiéndome. Hablando demás. Me dejaste esta
terrible manía de contártelo todo. Adiós. Adiós ahora. Es tarde. Beso todas las
letras. Adiós. Adiós.
Dejaría el papel
dentro de la caja, sobre la mesilla, en la habitación donde siempre hay una luz
encendida. Se quedaría encogida de hombros observándolo un rato. Luego lo
sacaría. Lo pondría en la mesa donde no hubo hambre la noche anterior. Un vaso
transparente de vidrio, redondo y largo quedaría sobre él. Lo volvería a
observar, esta vez enchuecaría la boca como muestra de inseguridad y desdicha.
Esta vez, sí, desdicha. Se bañaría rápidamente pero sintiendo las temperaturas.
Atenta a los cambios a través del cuerpo. Son fragmentos quedándose muy fríos o
tibios. Y el jabón contaría espumas que dan mimos. Luego el agua otra vez. En
un limpiar continuo de cicatrices. Al salir sería ropa delgada.
Pocos colores, maquillaje ligero. Pero la boca muy roja. La boca sería siempre
muy roja. Tomaría la cabeza del perro entre sus manos. Muchas caricias a él.
Llenaría su tazón: agua y comida. Abandonaría la casa como otro acto de
desolación hasta que vuelva. Los ruidos de ahora serían diferentes.
Nadie te dice que la
luminosidad en un día entrante tiene un engranaje orquestal. Tienes que
aprenderlo. Los ritmos son más acelerados que antes. Y ella no se acostumbraría
a tal violencia en su ser taciturno. Pasarían minutos en pantallas grandes o
pequeñas. El sol haría su trazar de las horas. El día sólo tiene la asiduidad
del que lo intenta. Y ella no intentaría nada. Se dejaría estar y contar
esporas en el aire. Como pasar todo el día viajando en el auto. Y pensaríamos
que después de unos minutos algo extraordinario sucedería o ella muere. Pero la
muerte así, como si nada, como un acto ensayado, no tendría validez en esta
historia. En cambio, como a las diez de la mañana tendría una silla de oficina,
negra, acogedora, y giraría de vez en vez en ella. Con esa ininterrumpible
manía de mirar hacia el resplandor de una ventana amplia, y otra vez los ruidos, y la gente haría su danza
risueña frente a sus ojos.
Comería a las tres.
Sería un cliente frecuente de pequeños restaurantes con terraza y sillas blancas.
No nombraríamos su renuncia a los platos. Pero a veces el agua, el vino, el té
de las cuatro harían la avidez menos eminente. Los pies menudos de una chica se
quedarían estáticos frente a su mesa. Ella los podría mirar fijamente, sin
contar ninguna imperfección en sus zapatos planos y color marrón. Contemplaría
sin detenerse el movimiento abrupto de su cuerpo al sentarse frente a ella. Tal
vez le diría: sabía que estarías aquí.
Tal vez no le diría nada. Sólo estaría mirando con tremenda seriedad a su alrededor,
como quien no cree el tiempo ni el lugar donde se ha predestinado estar por fin,
de ese lado, sin espera, sin el frío. Algo
de mí sabía que vendrías, algún día; podría responderle.
-
Nunca te gustaron estos lugares
-
Pero a ti sí. A mi no, claro. Tienen
algo imperfecto, son comunes
-
Me gusta su cotidianidad, hay
encuentros furtivos, como este
-
Y, ¿hay besos allí?
-
Eso depende
-
¿De qué depende?
-
Si es de día o es de noche, la
calidad de la luz, la disponibilidad de los amantes...
La otra ella
bajaría el rostro hacia la mesa, y debería sonreír. No sé cómo decirte que te he echado de menos, sin decirte exactamente
eso. El diálogo seguiría un hilo delgado hacia los gestos nerviosos.
Comezón en la nuca, labios apretados. Los pies se moverían incesablemente.
-No lo digas, es decir, no tienes que decirlo. Hay guerras insalvables
- Pero quiero que lo sepas, ¿cómo lo llevas tú?
Su mirada se hundiría en
los vasos. Con una parálisis de los músculos, y una aceleración en los
sentidos. La mesa se haría más grande, la gente más escandalosa, ella más cerca
aún, más cerca. No sabría como responderle. Esa clase de eventos vertiginosos
que sólo tienen al perro de testigo. Decirlos o no decirlos. Pensaría: se
atreve a preguntar “cómo lo llevas”. Le contestaría “qué cinismo, mujer”. Qué
cinismo el tuyo.
- Lo siento, quizá lo preguntaba por cierta cortesía, aunque me interesa
más allá de eso. ¿Sabes?
- Escucha, no te voy a decir cómo lo llevo. “Hay guerras insalvables”,
ya lo sabías. Debes saber que te escribo, en ocasiones por las mañanas y de una
u otra forma por las noches. Sobre todo por las noches. Es como un desierto
estar allí. Un país lleno de ruinas cuando antes hubo agua dentro del fuego y
hay huellas de las olas en las orillas, en las entradas y las salidas de ese
lugar. Y duele verlas. Reconoces los objetos como vestigios. Esto también lo
es. Ya es casi un recuerdo hablarte así.
- Debería irme entonces, no irrumpir así, dejar que todo pase
- No, puedes quedarte, yo sólo dispongo de unos minutos más, también es
bueno saber que existes todavía
- Es que he pasado por el departamento… y tomé el recado…
- Son sólo costumbres
- Ya veo, me voy de cualquier modo, como al principio. No sé cómo
sonreírte más y demostrarte que me da gusto verte, debes de comer más. Hazlo
por favor.
Se iría apresuradamente
como lo había sido su llegada. Ese lapso de su conversación, sería seguido del
más hondo silencio de cafetería. Aquél de cuando todos se han ido. Y por
supuesto, todos querríamos salir de ese lugar dejándola. Esperaríamos a que
ella salga. La tarde se haría en pedazos porque no sabría si moverse o quedarse
allí sentada, estoica en su fatalidad elegida. Hay pérdidas insondables en la
promiscuidad diaria, el sueño abandonado e inocuo de pertenécele tanto a
alguien, que no te queda nada más que el panfleto a la salida para poder llorar.
Para recordar que se hace tarde. Y anochecería
en la ciudad otra vez. Le daríamos paso a la sombras, y a las cortinas
cerradas, a los gritos, los silbidos. Una canción de felicidad sonaría porque
te vuelves a casa. Ya no sé muy bien a
quién o qué nos recordaría. Pero, sí, supongo que la historia de mis noches
iría algo así, si la dejo, me deja o nos dejamos.