miércoles, 31 de julio de 2013

Noches como granos de arena, Sr. Aldiss.

Había algo perfectamente claro; la historia tendría que comenzar de noche. La calle guardaría una cotidianidad vaporosa en su humedad, habría silbidos, aroma a tabaco o almizcle. Olores cuajados en la nariz de la gente haciéndolos respirar profundo o hacer gestos; aspirar y cerrar los ojos. Abrirlos. Se escucharía a Hoagy Carmichael y su polvo de estrellas. También se esbozarían saludos, como si la ciudad denotara un ir y venir de los ritmos; allí todos conocemos nuestros nombres. Como si al vernos, nos leyéramos en partituras previamente ensayadas. Tendríamos las escalas, y el lenguaje. De este modo, seríamos amantes de una complicidad no pactada y contemplaríamos la  belleza sólo con el hecho de comprar pan, té verde y cigarros. Aunque hayas dejado de fumar hace meses. Sería por mera costumbre o pasión por la decadencia. Porque tu boca ya aprendió a moverse de cierta forma, y tus dedos, y tu manera de caminar se asegura en el ardor de cenizas. “Estoy esperando a que algo se queme dentro de mí”, diría. Pedacitos del cuerpo esparcidos en ese curioso modus vivendi. Has logrado amarlo dentro del odio en su ejecución. A reiterar el vaivén de las cosas y los actos. Una desesperación por intentar la vida. Normalizar un poco, sentirse tan afuera y estar tan dentro. Y viceversa.  

En la historia habría mujeres. El mundo sin mujeres no existe. Sería una sucesiva vivencia de derrotas. Batallas de arena contra el tiempo. Espacios carentes de sílabas y tejidos suaves de la carne. Existiría la hermosura del mundo sin decirla. Pero ellas, estas mujeres, no tendrían nombre. No hay pronunciación en su existencia.

La mirada hablaría porque la boca no. Se limitaría a caminar mientras se hace del tránsito un baile. Las aceras, las cortinas que se van cerrando. El sonido del claxon porque ya son más de las siete. Apúrate, ven, dile. Se dirigiría entre elevaciones y ruidos. El ruido siempre. No es el del piano golpeando, no el saxofón, ni la guitarra. Hay crudeza en él. Intensidades. También lamentos. Distintos en su primigenia, pero los logra escuchar, puede mezclarlos. Rayan de la felicidad a la nada. De lo divertido al hastío. Y algo quedaría en su oído, como ecos. Las últimas frases de la gente. Adioses y buenas noches. O susurros casi “te espero en casa”, “no te voy a besar”. Y eso la fascinaría. Casi podría verlos danzando al llegar a sus departamentos y buscarse. Le encantaría el acecho de los amantes. Se haría feliz con eso.

Observaría detenidamente el sube y baja de los tonos. La percusión que suponen los pasos cuando sabe subir escaleras. Buscaría las llaves que nunca encuentra con facilidad. Entraría a su casa, saludaría al perro con un beso en la frente. Le diría “amor” como signo de algo. Las historias de gente triste están muy trilladas ya. Así que no sería ese el rostro de ella. Sería expectante. Siempre expectante, como devorar el mundo desde las pupilas.

Tampoco habría hambre. La gente dice que existe esa necesidad imperiosa de alimentar el cuerpo cuando realmente, no es más que la idea de satisfacernos. Somos unos adictos a esos placeres. Ella no tendría hambre esa noche. Para poner a trabajar la estufa encendería un fósforo. El olor del agua caliente empezaría a llenar cada habitación ¿se ha notado el aroma del agua hirviente? Se siente como la crudeza invadiéndote el olfato. Como un olor que casi no es un olor, sino una presencia.  Prepararía el té. Viraría la mirada a la cajetilla de tabaco sin abrir. Jugaría con las letras sobre el empaque. El sonido del celofán que lo cubre hace una música callada. Un tierno sonido de novedad y frescura. Pero la dejaría intacta. La colocaría en una mesilla sin limpiar hace un par de días. Tendría que haber estos de comida sobre esa mesa. Cuadernos, vasos, y un libro. Un bolígrafo de tinta negra. La ventana de junto sería amplia y estaría siempre abierta. Las cortinas tendrían un color oscuro para que el sol no entrara violentamente todos los días. Sólo una habitación al fondo. Un baño pequeño e incómodo. La nevera color amarillo pálido. Estarían pegados unos poemas allí, escritos a mano alzada, con borrones de agua. Cada que pasara cerca de ellos, los acariciaría con la mano abierta.

Se iría desnudando a media sala. Pasaría los dedos tibios por el filo de los muebles, rondando la cocina. Libros apilados sin leer, porque sí. Así abandonamos lo que amamos. Como un ejercicio de ruina y destierro sin motivos. Y el sonido de la soledad en los cuartos, la búsqueda del perro hacia su mano, beber el té lentamente. Armarían un escenario tal, que se quedaría el silencio resbalando finamente, como si no quedara en el mundo más que esa habitación donde siempre hay una luz encendida. Una cama individual donde a veces cabe ella, y el perro. Y hay un escritorio donde se encentrarían cajas llenas de correspondencia. Perfumes y cremas de tonos verdes. Todos a medio usar. Aún no llegaría a la habitación, es lejana y prohibida por meros recuerdos.

A veces se llevaría los dedos a la boca. Tiene ese rozar de las yemas como besarse a si misma con las manos. Los labios serían suaves y color no sabes si carmín o amarillo. No sabes cómo no serían unos labios no suaves. Dicen que son como acariciar las grietas en las manos o en las paredes. Te murmuran derrumbes sostenidos. Ella pensaría en ese derrumbe, si pudiera, con la continuidad del tacto hacia el cuello, el pecho, luego en retroceso a los hombros y los ojos cerrados. Hablaría de una comunión entre cuerpo y mente o simple deseo. Pero es una manera de sostenerse. De aguantar en la caída. Como detener una fuga de si misma, para no caer completamente todavía y sin indagar en el equilibrio. Lo supondrían sus manos.

Quizá sería nostalgia. Esa fiebre de enfermo que surge cuando se comienza el juego del cabello sobre la frente, y la respiración varía en cortarse o ya no tener más pulmones que llenar. Su andar sería pausado y firme. Necesitaría llorar o sucumbir. Sucumbir es morir un poco. Dejarse caer al suelo frío con el dramatismo de un chelo a medianoche. Echarse así como flotando en el aire, entre el cuerpo y el piso. Levitar allí en una tranquilidad acuosa. Sentiría que se hunde. Nadie iría a salvarla. Aguantaría la respiración, y nadie le diría que existe a la par el desplome y el vuelo. Y casi podríamos escuchar las explosiones de su corazón. Son revoluciones milimétricas que van haciendo saltar el pecho, y la harían continuamente hacer círculos con los dedos. Diría: “aquí comienzas tú”. Se respondería “aquí termino yo”.

El perro se aburriría. Intentaría revivirla a besos. No sabría desdecir las historias que le lame en el oído. Entonces sonreiría, también, porque sí. Le halaría desde quién sabe que sitio muy abajo, con los dientes, hasta que se encontrara otra vez. O volviese a levitar pero dentro. Como si ella fuese un globo de helio, y él, un niño. Aparentemente estarían ahí. Pero no. Ella navegaría entre intempestivas mareas. Como buscando perderse en ese encanto de la noche. La noche que es un piano. Habría que correr sobre él a grandes pasos. Sus piernas serían delgadas y ligeras. Él no la soltaría. Los movimientos serían lentos. Su cabello volaría entre el viento y el agua. Sería fría como la escarcha de invierno. Lucharía por alcanzar una ventana abierta. Y sería casi un sueño tal espectáculo; no se podría imaginar el abismo cerrado de su angustia. La humedad sería fina sobre su piel. El calor también se fugaría por la ventana.

Afuera habría luces naranjas como pequeños botones flotantes, jugando en su vida artificial. Tiritan si así lo queremos. En los parpadeos de ella, permanecerían como flashes diminutos. La noche continuaría su vida falaz más viva que antes. Se escucharían los animales rondando como una vida salvaje que nunca descansa. Sin embargo todo se asemeja a la mentira. Prevalecería un mutismo deforme. Como si ya nadie existiera. Y queda el barullo de las ambulancias, las alarmas de autos, alguien tocando una puerta que del otro lado nadie quiere abrir. Ese ruido prevalecería mientras logra el aterrizaje.

Ya no se escucha más polvo de estrellas o clásicos norteamericanos hace tiempo. Su cuerpo volvería cada vez a sí mismo y él la esperaría allí. Casi riendo. Saltando a los signos de vida. Respiraría de nuevo entonces. Se daría lentamente la vuelta para poder sentarse. Regresaría a ella misma casi con un cansancio de guerras perdidas. Tocaría la pequeña cabeza del animal, lo dejaría soltarla, se dejarían libres después del vuelo. Y dónde habría ido, se preguntarían. Aparecerían marcas en las muñecas, a lo mejor de aferrarse en el vuelo. Cierto es, la intranquilidad de la mente o lo contrario. La dejarían exhausta esas latitudes y habría que buscar refugio en el calor, otra vez. El del cuerpo del perro o de los espacios cerrados.
 Podría ser que entonces se dirigiera a la habitación.  Los pies serían más presurosos, justo cuando sólo es correr a los brazos tardíos de alguien que se espera hace siglos. Recogería aquella cajetilla de cigarrillos, esta vez la abriría. Tomaría uno, se lo llevaría a la boca pero no habría fuego que lo prenda. Esa sensación de humedecer la boquilla la sentiríamos con un sabor a papel mientras se habla.  La luz en el cuarto continuaría encendida. De nuevo serían los devaneos de la cabeza y las manos, tratando de poblarle la dermis de recientes caricias. La música se intercambia por canciones de pena, casi serían un consuelo para acompañarla a dormir. O el tacto. Como una bienvenida vienesa dentro de la habitación. Hay momentos donde parecería infinita y azul, como un océano abierto. Llegaría a la cama con el mareo, un retumbar de dolores en la sienes. Podrían observarse sus gestos fúnebres fácilmente desde la puerta. Se cubriría el rostro con ambas manos. Volvería la vista hacia aquella caja llena de cartas. Mantendría los dedos buscando algo en específico, haciendo muecas al no encontrarlo. Y a veces lo hallaría. Lo sabríamos por su faz de pronto, apacible.  Contendría una alegría que sólo sería comparable a una mirada. Esa dada a quien se le ha extrañado mucho. Alzaría esas hojas de papel de colores más bien oscuros. Amarillos ocres y marrón, también. Pero las llevaría hacia su pecho con extremo cuidado.  Sin ninguna intención de romperlas. Si no lo opuesto. La vida pareciera írsele allí. En esos trozos de papel tostado por el tiempo. Carecerían de suavidad a la vista. Los esparciría uno a uno sobre la cama, como un lecho de letras. Ordenaría parsimoniosamente estos símbolos. Toda continuidad es necesaria al dirigirse a su pasado. Que no pudiese buscarle más que entre restos y ruinas. Recovecos fortuitos si se deja caer de una vez. Esta ocasión sobre blancuras extremas, y una balsa. Se movería como un péndulo. Las cartas harían de manto hasta que lograra dormir, venciéndose en el crepitar de los sueños. El pequeño perro entraría a la habitación. Con calma y alivio. Se quedaría a la orilla, en espera, en guardia. Valiente y siempre fiel compañero. No le temerían al sueño porque es radiante. Lleno de humedad en las pestañas y calidez. Tanta calidez como un beso de abuela. Y dormirían los dos. Bastaría para dormir las demás cosas. La ciudad, el aire, la luz afuera.  Los aparatos domésticos parecerían por fin en hibernación. Las ventanas no serían más que ventanas. Los autos más que autos aparcados junto a las banquetas, y las palabras que ya quedan nada más formando tic tacs en los relojes.
 Ella amanecería a la orilla de la cama. Despertaría pensando que habrá un sonido especial cuando el autobús se estacione. Cuando gire de tal forma para que ella no camine demás. Que debería despertarse para ser escuchado. Qué existe para ser escuchado. Que hay una flaqueza en los brazos porque todo sabe a nada a las seis. Y todo pesaría, y no. A la vez no. Todo sería levedad como un parpadeo sobre los ojos. También sería una sordera. Obviaríamos todo lo que ocurre alrededor y sólo permanecerían los ruidos específicos que se  inventan a esas horas. Sabes esos ruidos; el rasgar de una uña, el goteo siempre tonto en el lavabo, cuando amanece, el masticar de las cosas. El trago viajando en la garganta. La enfermedad que crece dentro pero no se dice. Ya por la mañana, cuando todo dolería de una forma distinta, habría que admitirlo. Siempre tendría el nombre de una mujer colgando en la comisura de la boca. La enfermedad se llamaría “la otra ella”. Escribiría en una hoja de papel:
 Siempre es muy temprano para pensar en ti. O muy tarde. Continuamente dejo de hacerlo. Pensar, digo. Tengo una avalancha de ti, de mi sed de ti, de la conciencia inconforme. El amor siempre me pareció demás a la hora de pensar en la vida. No tienen que ver aunque lo tengan todo. Voy a corregir todos los escritos de una vez. Aún no me atrevo a decirnos, todavía no me acostumbro a ocultarnos tampoco. Me harás falta a la hora de corregirlos. Y de puntuarlos al final. Y desconcentrarlos en el medio. Manchar las hojas con húmedos y filosos placeres. Hasta que todo no era más que nosotras. La fiebre corrupta que es decir “nosotras”. La ignominia, el ardor, las habitaciones con mares dentro. Las cortinas que describiste como “pulmones de aire”. Nosotras. Ves, cómo amo ese pronombre. Cómo podría no amarlo.
Debo marcharme ahora. Tenía esta costumbre de irme a otro lugar. El perro está bien. Sigo comprando cigarrillos. Me los llevo a la boca por ansiedad. No te echo de menos pero, los vuelos son muy solitarios. No sé si me explique. Es necesario que lo sepas, no estoy comiendo bien y no sé si se relacione contigo. Ya deberías de saber que los recados son algo escueto y yo siempre extendiéndome. Hablando demás. Me dejaste esta terrible manía de contártelo todo. Adiós. Adiós ahora. Es tarde. Beso todas las letras. Adiós. Adiós.
            Dejaría el papel dentro de la caja, sobre la mesilla, en la habitación donde siempre hay una luz encendida. Se quedaría encogida de hombros observándolo un rato. Luego lo sacaría. Lo pondría en la mesa donde no hubo hambre la noche anterior. Un vaso transparente de vidrio, redondo y largo quedaría sobre él. Lo volvería a observar, esta vez enchuecaría la boca como muestra de inseguridad y desdicha. Esta vez, sí, desdicha. Se bañaría rápidamente pero sintiendo las temperaturas. Atenta a los cambios a través del cuerpo. Son fragmentos quedándose muy fríos o tibios. Y el jabón contaría espumas que dan mimos. Luego el agua otra vez. En un limpiar continuo de cicatrices.   Al salir sería ropa delgada. Pocos colores, maquillaje ligero. Pero la boca muy roja. La boca sería siempre muy roja. Tomaría la cabeza del perro entre sus manos. Muchas caricias a él. Llenaría su tazón: agua y comida. Abandonaría la casa como otro acto de desolación hasta que vuelva. Los ruidos de ahora serían diferentes.
Nadie te dice que la luminosidad en un día entrante tiene un engranaje orquestal. Tienes que aprenderlo. Los ritmos son más acelerados que antes. Y ella no se acostumbraría a tal violencia en su ser taciturno. Pasarían minutos en pantallas grandes o pequeñas. El sol haría su trazar de las horas. El día sólo tiene la asiduidad del que lo intenta. Y ella no intentaría nada. Se dejaría estar y contar esporas en el aire. Como pasar todo el día viajando en el auto. Y pensaríamos que después de unos minutos algo extraordinario sucedería o ella muere. Pero la muerte así, como si nada, como un acto ensayado, no tendría validez en esta historia. En cambio, como a las diez de la mañana tendría una silla de oficina, negra, acogedora, y giraría de vez en vez en ella. Con esa ininterrumpible manía de mirar hacia el resplandor de una ventana amplia, y otra vez los ruidos, y la gente haría su danza risueña frente a sus ojos.

Comería a las tres. Sería un cliente frecuente de pequeños restaurantes con terraza y sillas blancas. No nombraríamos su renuncia a los platos. Pero a veces el agua, el vino, el té de las cuatro harían la avidez menos eminente. Los pies menudos de una chica se quedarían estáticos frente a su mesa. Ella los podría mirar fijamente, sin contar ninguna imperfección en sus zapatos planos y color marrón. Contemplaría sin detenerse el movimiento abrupto de su cuerpo al sentarse frente a ella. Tal vez le diría: sabía que estarías aquí. Tal vez no le diría nada. Sólo estaría mirando con tremenda seriedad a su alrededor, como quien no cree el tiempo ni el lugar donde se ha predestinado estar por fin, de ese lado, sin espera, sin el frío. Algo de mí sabía que vendrías, algún día; podría responderle.

-          Nunca te gustaron estos lugares
-          Pero a ti sí. A mi no, claro. Tienen algo imperfecto, son comunes
-          Me gusta su cotidianidad, hay encuentros furtivos, como este 
-          Y, ¿hay besos allí?
-          Eso depende
-          ¿De qué depende?
-          Si es de día o es de noche, la calidad de la luz, la disponibilidad de los amantes...

La otra ella bajaría el rostro hacia la mesa, y debería sonreír. No sé cómo decirte que te he echado de menos, sin decirte exactamente eso. El diálogo seguiría un hilo delgado hacia los gestos nerviosos. Comezón en la nuca, labios apretados. Los pies se moverían incesablemente.

-No lo digas, es decir, no tienes que decirlo. Hay guerras insalvables
- Pero quiero que lo sepas, ¿cómo lo llevas tú?

Su mirada se hundiría en los vasos. Con una parálisis de los músculos, y una aceleración en los sentidos. La mesa se haría más grande, la gente más escandalosa, ella más cerca aún, más cerca. No sabría como responderle. Esa clase de eventos vertiginosos que sólo tienen al perro de testigo. Decirlos o no decirlos. Pensaría: se atreve a preguntar “cómo lo llevas”. Le contestaría “qué cinismo, mujer”.  Qué cinismo el tuyo.

- Lo siento, quizá lo preguntaba por cierta cortesía, aunque me interesa más allá de eso. ¿Sabes?
- Escucha, no te voy a decir cómo lo llevo. “Hay guerras insalvables”, ya lo sabías. Debes saber que te escribo, en ocasiones por las mañanas y de una u otra forma por las noches. Sobre todo por las noches. Es como un desierto estar allí. Un país lleno de ruinas cuando antes hubo agua dentro del fuego y hay huellas de las olas en las orillas, en las entradas y las salidas de ese lugar. Y duele verlas. Reconoces los objetos como vestigios. Esto también lo es. Ya es casi un recuerdo hablarte así.
- Debería irme entonces, no irrumpir así, dejar que todo pase
- No, puedes quedarte, yo sólo dispongo de unos minutos más, también es bueno saber que existes todavía
- Es que he pasado por el departamento… y tomé el recado…
- Son sólo costumbres
- Ya veo, me voy de cualquier modo, como al principio. No sé cómo sonreírte más y demostrarte que me da gusto verte, debes de comer más. Hazlo por favor.


Se iría apresuradamente como lo había sido su llegada. Ese lapso de su conversación, sería seguido del más hondo silencio de cafetería. Aquél de cuando todos se han ido. Y por supuesto, todos querríamos salir de ese lugar dejándola. Esperaríamos a que ella salga. La tarde se haría en pedazos porque no sabría si moverse o quedarse allí sentada, estoica en su fatalidad elegida. Hay pérdidas insondables en la promiscuidad diaria, el sueño abandonado e inocuo de pertenécele tanto a alguien, que no te queda nada más que el panfleto a la salida para poder llorar. Para recordar que se hace tarde.  Y anochecería en la ciudad otra vez. Le daríamos paso a la sombras, y a las cortinas cerradas, a los gritos, los silbidos. Una canción de felicidad sonaría porque te vuelves a casa.  Ya no sé muy bien a quién o qué nos recordaría. Pero, sí, supongo que la historia de mis noches iría algo así, si la dejo, me deja o nos dejamos. 

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