- Tu t’accroches á des histories – dice Crevel-. Tu
étreins des mots...
-
No, viejo, eso se hace más bien del
otro lado del mar, que no conocés. Hace rato que no me acuesto con las
palabras. Las sigo usando, como vos y como todos, pero las cepillo muchísimo
antes de ponérmelas.
Rayuela, Julio Cortázar.
Creo en la
posibilidad del encanto, y en la rapidez de estas horas. La vida continúa de
maneras imperceptibles durante 10,080 minutos humanos. El
verano nos alcanzó de una forma impresionante. A veces era un giro. Una pirueta
de color anís o rojo para tocarte la
mejilla. A veces era él. O ella. Él que te tomaba de la mano, pero
no te besaba. Ella que te tomaba de
la mano para no perderte en la noche, así como si nada. Nos hemos perdido, sin
embargo en el olor de las calles, de un profundo color ocre. Respirar una y
otra vez la gracia de estar vivos. Con todos estos sentimientos atravesándote
los ojos como espadas finas, o la luz, un frío perpetuo en el aire. A veces no
sabían ni de lo que hablaba. Supongo que he perdido lentamente la capacidad
verbal para seducir o pedir direcciones. Pero luego llegaba la noche otra vez y
ya, con todas estas imágenes podíamos apropiarnos de todo. Y ya como la
sensación del beso estaba cerca, y ya como nada importaba –ni importa ahora- dejábamos
que ocurriera la vida. Las noches de
verano que son tan un hombre que quiere llamarte al otro día. Aunque no lo
hace. Ni lo hará. O su voz diciéndote “me gustas mucho, muchísimo” cuando te
besa el pecho sigilosamente, y estás sobre él. La expresión de su cuerpo,
inflamada, para recibirte en su vida.
Supongo que vamos por los bares con un hambre perpetua o con esa soledad
marcada en la frente. Al final de la noche te intentan convencer “no lo
olvido”, “a mí si me importa”, “cuándo vuelves”, “te voy a esperar”. Luego,
sucede el tiempo y no suena el teléfono. De igual manera existen los que sí te
llaman. Le diste un beso lento pero a través de las manos en aquél vagón de
tren. El no te olvida. El no. Tampoco olvidas la gabardina o el aroma de los
brazos. Su deseo en escaparates de hotel. Café o vino. Librerías. Avenidas. Cigarrillos,
siempre, nocturnos. Mientras, todo sucede en una de las ciudades más grandes
del mundo. Pero también es la dulzura de enseñarle que existen momentos rotos
que nadie puede armarte, ni para hacerte sonreír de veras. Hay esa gente que
tiene que olvidarte porque no tiene de otra. Las hay. Les hay también quienes
todavía te buscan en una canción o un libro grande y blanco. En un boleto del
subterráneo o quizá, en esas huellas de las copas de vino que dejamos allí. Algún día estaremos en el mismo lugar, y
entonces, tal vez. Alguien dibujará nuestros rostros, será verano por
supuesto. Hará con sus dedos, flores, que bien podrías comerte y luego
trasvasar a mi boca; su textura es como la de un pastel de fresas derretidas.
Creo en ese impulso apenas, se desprende de las palpitaciones y parpadeos de
farolas naranjas. La ciudad llena así, para ambos. El baño, la sala, la
habitación que estaba repleta y todos viendo el espectáculo de encontrarnos. Lo
poco que ya echaba de menos conocerte. Estar allí. Haciendo pedazos su
existencia. La tuya, la de ella, la
de todos. No sé bien porque repetirlo. Tiene un sabor a menta o a hornos
caseros, con ese calor. Perfumes de diseñador. Aparatos tecnológicos por el
suelo. Humedad a medias en las piernas. Creo en todo lo que me han dicho los
adultos. Pocas cosas hay como ser joven o poeta. Desarmar a los hombres y a las
mujeres. La voluptuosidad del verano en la boca, ¿recuerdas? Ya de mí no recuerdas
nada, seguro. Ni la cadencia de mis labios, las palabras puntiagudas o la famélica tristeza de mi cuerpo. Es todo muy lo mismo. Ojala todos hubiesen
sido menos amables. Creo que ya me odiabas antes de soltarme. Todavía recuerdo sus manos en los
bolsillos saliendo del edificio, y no decirle ni adiós.


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