miércoles, 29 de octubre de 2008

De ti


Foto: Atardecer en casa de la abuela
(¿ la verde oscuridad?)/ Ofelia Waltz

Amor, te he llorado de abandono,
te he llorado, de ti.
De angustia, de desprecio.
De todo, te he llorado.
Y el llanto se ha pegado a las paredes,
como un material viscoso
que no se acaba de ir de mí.
Tan humano, como el dolor de los hombres,
y a la par, su vivaz esperanza.
Ya sabía yo, me derrame en ti, tantas veces.
Siempre buscando orificios más hondos
donde viajar,
astillas en dónde colgar mi disfraz andante.

Hoy recorrí el mismo trayecto que me trae a casa,
y entre la hierba me punteabas los pasos.
Y como letritas disparejas y muy juntas,
me perseguías las mismas líneas, desde mis pies.
Después, llegue a casa y te he llorado.
Éramos juntas un destierro.
Miedo al sur, y a los largos océanos.
La mujer de blanca cabeza pregunta:
¿Nombre?, que cómo te llamas, dice.
Tú, deberías estar contenta, no te dejo,
te abandono y no te dejo.
20 de octubre

Quisiera contártelo todo. Quisiera hablarte por siempre. Pero hoy, anoche, fue de esas noches acrobáticas, llenas de las otras yo. Y las otras tú. Hubo que irse a la cama con una cara más apática que triste. Ver el televisor bastante rato y no entender. He regresado a la gran casa de la abuela, hoy, más o menos temprano. Era preciso entonces borrar la mugre de mis pensamientos, de mis palabras también. Como querer a ti, borrarte. Hoy hace un día bastante agrietado. Fui a la tienda por un bolígrafo de tinta negra. Y aun no para de llover. Era como perseguida por las nubes, y a lo lejos la verde oscuridad de siempre. Tan de aquí. Profunda, densa…sucia, por lo tanto. Quise dormir en la hamaca. Recomponerme. Sedarme. Pero se hacía presente un vértigo desde los pies. Algo así como la conocida Náusea ya sabrás de quien. A momentos, cuando estoy sola, incluso para la desolación, me digo: estoy triste. Más bien; estoy triste de ti. Y me susurro: Borrón. Bolígrafo nuevo. Persona nueva, yo. Y como intentando mi inútil vida, he tratado de ser en tiempo presente. Vivir. Luego, por las noches (como anoche), los días, los vicios. Los inevitables ayeres. Me convertía en esa mujer fuera de tiempo. Una pasión irascible hacía el pasado. Y la temprana nostalgia hacia el futuro. Aun, claro, desconocido. Pero ya, lleno de convicciones que martillan las sienes. Yo quisiera contártelo todo, hablarte por siempre. Anoto: Cuando vuelva a casa, voy a leértelo todo, muy al estilo de mi silencio.
...........

Te me estás cayendo desde muy alto/ precipicio.
Yo te dejo caer.
Intentamos numerosas veces
 rendir como ofrenda el coñac/ los vicios.
Todo muy a medida de las situaciones.
Absolutamente añejados.
Y yo sé que muy a pesar de los “sí”,
siempre ha sido un “no” y muy grande.
Yo comprendo como son las cosas.
 Qué sin decir: te vengo. Te vienen.
Y empiezo yo a mostrar los daños,
 muy por encima, sigo entonando canciones
frente a largas pantallas blancas y una luna tres cuartos.
A ti, no obstante, te ha vencido ese hueso tuyo,
en forma de raíz. Y aunque no quiera, te has hundido.
Ha mudado tu voz, de boca y de garganta.
Como un largo poema, ya sin nombre.
 Yo te dejo caer, como soltándote.
Me lo has pedido tantas veces.
 He de ser, lo que soy,
y a modo de tortura te arrastro,
y me dices, te levantas: Hálame.
 Hálame. Yo te llevo hasta abajo,
y te abro un paréntesis,
para que vivas allí,
por el resto de mi vida.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Crónicas y poema del abuelo



Fotos: Abuelo y lluvia en charcos/ La minúscula silla sobre el desnivel
Ofelia Waltz
Mediodía, viernes.
Apenas medio día. Cuando estoy en la casa de la abuela Isabel, todos los días que estoy; al mediodía, arrastro la mecedora de colores hasta el patio. Y la silla azul para poner el cuaderno y los libros. Sopla suave un aire del norte. Pequeños residuos de lluvia. La batería de este aparato sonoro está por terminarse. Y pareciera, para destruirme lento a mi misma, como un acto deliberado y enfermo, he tomado el martillo oxidado del cuarto de herramientas y machaque a golpes el cargador. Ya, mañana querré revivirlo entre su halito de muerte. Ahora, mediodía y espero. Espero algo o alguien, que me lleve a otro sitio. No es que aquí me moleste, que no disfrute del silencio de este lugar, dulcemente, de la vida, apartado. No es eso. Sólo que allá otras cosas, otros primos, y otros besos en blandas mejillas. Un cargador. Oficina de correos. Algo. Ayer pasé una de las tardes más bellas de mi vida. Imagina a los tres (abuela, abuelo y yo), imagina la lluvia de la tarde. La verde oscuridad. Plantéate a los tres, ocupados en cosas personales. Mi abuela leyendo una revista corriente, y a momentos observándome. Al trabajador abuelo mío, sin camisa, trabajando bajo el torrente del mar. Y mi voz “abuelo entra, ya no te mojes, entra que salgo yo”. Imagíname tan joven y tan vieja. Con un frasquito de vidrio lleno de jabón y el artefacto para hacer burbujas, despolvándolo, y sirve aún. Aunque mis veinte años. Bien papá decía: acero inoxidable, Jazmín. Ahora puedes imaginar la lluvia y las burbujas. Mis gritos: abuela, ¡es una grande! Y la verde oscuridad. Los abuelos. Una cornisa y la puerta. El desnivel. Era todo tan perfecto. Paul Cantelon de fondo. Y tan perfecto que ese Dios tuvo que tomarnos una foto (relampagueo).

Domingo por la noche
Una semana en este pueblo. Los sucesos han evolucionado de distintas formas. Hubo días serenos, hubo días donde se adaptaba mi ser a las tardes, y a este clima cambiante. Tropical. El calor inmenso, luego, al otro día llueve y en las madrugadas frío. De pronto recuerdo que es otoño y deseo mucho el invierno ya. Deseo tantas Cosas súbitamente. Pero, en resumen todo ha estado bastante bien. Aquí no hay días donde no quieres despertar o de cuando no quieres que pasen las horas. Observas a las señoras humildes y sus sonrisas. Todo tan callado. Y sigue sin importarte mucho cualquier cosa. Pero en cambio, camino una ida y una vuelta casi diario. Duermo temprano. A veces recopilo información de una u otra carta, o de una boca familiar. A veces sólo los ojos. Ayer por ejemplo, no tuve comida saludable, fue ir. Estar como si se estuviera en una fiesta de mujeres quienes dicen ser familia. Fue estar, voltear. Ser muy simple. Y tener la certeza de que a pesar del amor inocuo de los tíos, los abuelos, quizá los primos. Nadie te espera. Nadie te busca. Y si te buscan es simplemente inútil. Estoy de todo, abandonada. Después está la seguridad de que no hay ese elemento monetario. No hay. Y bueno, no hace mucha falta. La idea sería no tener que ir o venir. A distintas casas. No tener qué comer. O qué querer. O saciar ciertos gustos. Hay que venir saludar al menos. Por que cuando estoy aquí, como los sitios de fiesta; es “estar”. Sí, mucho reír. Pero mucha gente y sonrisas forzadas. Y querer que el teléfono suene o una mísera carta instantánea. Algo. Estar en la casa apocalíptica consiste en “estar” en ningún lugar. Y eso por lo tanto implica no saber de mí. Sin saber de nadie. Ni tener una puta idea de cómo o qué escribir. Dormir. Ver las veladoras encendidas. Los santitos en altares. Cuidarse de los insectos. El otro día fui a una fiesta de universitarios y me di cuenta de lo antipática que soy. O al menos de lo antipática que parezco. Y me digo como alguna vez: esa no soy yo. No soy yo tampoco al gritar mucho o la de “me pasas el tequila”. No, ninguna de esas yo. Sin embargo, mi cuerpo allí estaba. Miraba, tratando de apropiarse cada uno de los rostros. Pero en la cabeza era mucho: qué joda las zapatillas. Y “qué aniñados estos chicos”. Esa era yo. La de las torres, la del cabello bonito, pero nada más eso bonito. Y muy lejos para todos, muy nada. Esa era yo, sin duda. Y eso fue el otro día. Entonces las llamadas, y hay que volver a casa bastante cansada de andar. Darse cuenta que lo otro fue lo otro. Qué has terminado y otros comienzan. Qué luego tú estás en éxodo necesario. Todo está bien. Mañana espero ir a la oficina postal por la cosa esa que llaman dinero, más importante aún, para poder enviar la única carta. De cualquier modo quiero estar más tiempo en ese sitio verde y café. Allí sólo implica no saber de mí. Sin saber de nadie. Ni tener una puta idea de cómo o qué escribir.

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El abuelo, algo espera. 

Esa cuestión de la espera,
pareciera es hereditario.
 El abuelo. Domingo por la tarde,
ha estado al pie de la colina y aguardaba.
A veces grita como avisando.
Y la abuela y yo pensamos
que alguien se acerca. Pero no.
Se está ahí, taciturno y hermoso.
Se está ahí, sin camisa.
Meciéndose en la silla de colores,
y espera. Algo espera.
Y como que se pone triste y lluvioso.
Lo observo desde el baño. Grita de nuevo.
Otra vez es el buen nadie
caminando sus pasos viajeros.
Me digo entonces,
que uno no puede ser superior a su familia.
No esa cosa absurda de ser grande.
Ni las mansiones, o los muchos autos.
No, no eso. Ser, sencillamente
un dulce hombre moreno que espera
a la orilla de una colina sobre la silla de colores.
Ser lluvioso y taciturno.
Esperar el momento preciso.
Cuando los ojos, se asombren,
se sacudan, rían, se revuelquen
tal un perro ahíto de felicidad.
Al ver lo que siempre se espera.
 Y yo, bueno, no sé.
 Tampoco trascendería por algo más,
hacer más poética cosa que esa,
de esperar, como si fuese hereditario.

viernes, 10 de octubre de 2008

Poemas varios



Ayer salí con la tía Oti.
Qué dulzura la suya al tomar mi mano
acá en las calles.
Qué ternura y qué compasión humana
al decirme: hija.

Hemos visto escombros amontonados en las esquinas.

Una ciudad tan sucia y pobre.
Ojos acechantes a los bolsos.
Qué sutileza al decirme: Agarra bien tu cámara.
Y qué bonitos mis ojos café. “Te pareces a mi hermano”.
Salimos. Le conté mis planes de las latitas verdes
en mi nueva cocina. Y el aceite de oliva extra virgen.
Miraba el anillo que dice mi nombre al interior.
De nuevo tomaba mi mano y me decía: de piña tu paleta.
Qué dulce mujer la tía Oti.
Y qué paciencia. Para salir, salir conmigo
como arrastrándome.
Como siempre llevándome.
Y su silencio, tan maduro como una fruta,
y su dulzura cítrica protegiéndome los párpados.
....

La abuela ha cerrado las cortinas.
Me es difícil la lucidez.
Intento (o pienso) cada día,
cada tarde o cada mañana, escribir.
Relatar. Luego anochece.
Se me van las piernas en caminar,
se me van los poros en transpirar.
Y en los besos a niñas pequeñas.
Se me va el día en la boca, y en las risas.
En las cocinas, las piedras desiguales.
Trato de decir: la tierra colorada.
O las minúsculas sillas.
Abro mucho mis ojos para buscar fantasmas
en la negrura de la noche, pero sólo encuentro el ir
y venir del agua y su goteo sobre las cazuelas,
como nidos abandonados por el patio.
Y me propongo plenitud.
Es complicado esto de la lucidez.
Y escribirlo.
....

No estamos.

Te digo que no estamos.

Aunque las cosas están en orden
 y de pronto, mi vida es muy segura y tú,
con tu mirada de ocre, volteas,
 trabajas, estás en tu habitación.

No estamos.

Eres puntual a tu llegada, sin embargo.
De día, de noche. En distintas ciudades.
Con otras mujeres, con otros hombres
-hombres horrendos – que me creen muy aburrida.
Y mi cinismo. Es similar siempre, tu arribo.
Aún en distintos soles. O meridianos.
O cuestiones de dinero.
Además de no estar, nosotras.
Te digo que nosotras. Y
 somos tan lejos.
No estamos.
Y vienes, me vienes. A veces fría.
A veces caliente. A veces de viento.
De mil formas, tocas mi puerta.
Yo te abro. Me rindo. Me humillo.
Te lamo el paladar.
Oprimo tu cara en mi pecho.
Y como siempre, te hago el amor a deshoras
 muy a pesar de ti. No estamos.
Y me duermes desnuda dentro del ombligo.

 Amor, quisiera alguna vez, decirte “no estamos”
 y que de veras no estés.
Nota: Fotos del jardín de la abuela por OFelia Waltz.

lunes, 6 de octubre de 2008

Llamarte/desangrarte

Amor, amanece en el autobús. Te llamo. Es un poco nublado. Apenas algo de sol. Es temprano, las seis. Oscuro y mucho. Así que mejor dicho; trato de escribir: te llamo. Primer escrito más al sur. Me consuela poder contemplar este cuaderno abierto. Aunque en realidad no veo lo que escribo. Te llamo y he dormido muy poco. He de tener la cara escurrida de angustia de pensarte. Amor, he visto cómo y cuándo comienzan y terminan los pueblecitos rurales. Y he memorizado varios letreros. Vi tantos caminos de asfalto y laderas. Y a pesar de la oscuridad, las tenues luces redondeaban el verde de la hierba a la orilla alrededor. En la oscuridad, todos los caminos son iguales. Amor, toda la noche te he llamado. No sé si tú lo haces. No sé si tú me buscas, si desde el abdomen vienes buscándome. Si se abre un ojo en el cielo, ¿eres tú?; si alguien rasguña tu ventana con un no me olvides, no forzado. Para después ir, estar decepcionada de ir, y el tiempo, el aire, la humedad. Escribes mi nombre en la ventana o si lo desdibujas. Yo no sé, amor. Hará unos minutos tenía una mano sobre mi pecho para contener cierto dolor. Pero me venía una melancolía por todo el mundo. Por quien está, por quien no está. Ya hay más luz, y está más nublado, ahora puedo verlo. Pero me viene el sudor a los ojos de pensarte. Repito: yo no sé si tú me llamas. Si desde el pulmón izquierdo, me llamas con un pensamiento, hondo, constriñendo a cerrar los ojos, y el In the dark of garage. O Story, todo tan Story. Como que es cierto que desde hace siglos te amo. Y ocurre amor, que me tienes una nostalgia tan grande, que me cuesta a veces respirar. Me es difícil no observar mi mano en el pecho de nuevo. No traerte desde arriba, a una ventana de autobús. Llamarte, con el color rojo, y de las venas, desangrándote. Amor, me tienes el recuerdo y la ausencia. Hasta que ya no puedo, simplemente, llamarte por tu nombre.

sábado, 4 de octubre de 2008

Querida Brecha:

Me iré de viaje. A lo mejor ya no vengo más al menos por un tiempo. Quiero decir, que incluso aquí, será todo ausencia. Más ausencia. Nos vamos a veces por huidas. Lo cierto es que hoy, no estoy huyendo de nadie. Ni de nada. Si acaso de mí. Me esperan los campos verdes, olas, ríos, nuevas lluvias. Olor a hierba y mucha tierra. Zaguanes llenos de juguetes viejos con melancólico sabor a moho que hace capullo bajo la lengua. Estará esa casa apocalíptica donde casi no hay electricidad. Los cuadernos amarillentos. Otras ciudades. La música céltica, francesa e italiana muy de los abuelos. Café con pan a las ocho de la noche. Y estoy feliz y desesperadamente triste. Normal. Me esperan nuevos libros y mucho que escribir. Así que pueda ser que intente robar un poco de dinero para seguirte trazando pasos. No lo sé muy bien aun. Temo mucho la añoranza de las cosas que cotidianamente aborrezco. Pero igual, está todo bien. Me veo ya con Yann Tiersen llenando mis oídos al arribar a ese pueblo arcaico. Les retrouvailles. Y lloraré, es cierto. Lloraré mucho. La abuela no sabrá que pasa, pero estará feliz como voy a estarlo. Me dirá: mira amor....está es tu casa. Y los vecinos jamás podrían reconocerme. Por que ocurre que se tiene que seguir a los padres cuando se es muy niño, aunque la manita y la cabeza, y los ojos lacrimosos digan “¡no, no…mamá, no!”. O “¡papá no, no te vayas…!”. “Abuelita, ven conmigo…”. Y ver llorar al abuelo mientras poda el césped. Esas cosas duelen a esta hora, justo a esta hora, y tan lejos del ayer. Todavía no hago las maletas, ni grabo todos mis discos. Pero estoy aquí, rindiendo cuentas. A veces uno lee tanto la vida de alguien que es como, muy nuestro. Como conocernos. Como esperarnos a cierta hora. Ah mira, a Waltz le da mucha guerra el amor. O alguna cosa así. Waltz ya no se emborracha seguido. Le gusta la lluvia, espera siempre algo. A Waltz le gusta escribir y la música grave.

Querida Brecha, verdad qué no somos inútiles. Verdad, que está necesidad absurda de dominar el mundo no es vano…Verdad, que vas a extrañarme. Tú vas a extrañarme, aunque todos los días te sirvas mis pies y yo por la mañana, ahora, tenga que limpiar un patio o comer flores amarillas. Yo veré, la nueva forma de venir, mientras tanto escribo. Quedan tantas cosas…y el camino enfrente…

jueves, 2 de octubre de 2008

Pequeñas fotos tuyas

30 de Septiembre Te has ido hace cincuenta y dos minutos. De nuevo lamento tanto las ausencias. No me dijiste mucho hoy, sólo sonreías y veías sereno hacia la puerta, frente a la estética amarilla. La calle por donde pasan esos niños todos los días a las siete y treinta de la mañana. Bajé muy tarde. Apenas cerca de cuarenta y cinco palabras. Y tu mirada a la puerta. Mi abrazo siempre igual y mi nariz en tu cabello todavía bastante negro. Espero heredar de ti esas pocas canas a los cincuenta y cuatro años de edad. Yo te dije “nos vemos pronto”. Pronto, espero. Al menos no me sucedió como hace unos treinta y seis meses. Tuve que llorar mucho, porque era de esas veces donde es necesario aprender a rezar para que vuelvas. Para que vengas otra vez. Sano y fuerte. No te dije, pero, me dolió verte un poco mas cojo. Y cansado talvez. Arrastras la pierna izquierda, es verdad. Te operaron la rodilla cuando mis seis años. No me senté en tus piernas por semanas lo recuerdo bien. Cojeas más y ayer pude verlo. Fue hermoso caminar hasta la plaza, y que me hablaras del abuelo que ya no está. Fue hermoso, te digo, verte como siendo tú. Los mismos ojos. La misma boca. Como que mucho antes yo fui tú. Y te habité. Me llevabas dentro, como mamá, y tú eres mi papá. Me habitas. Y otra vez tomas una pequeña valija y tu boleto del autobús azul. Yo escribo. Casi no me observaste hoy. Apenas un beso en la frente y el riguroso “cuídate mucho allá en el sur”.
Amado padre, hago una pausa. Quiero llorar.

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Me consuelan esas pequeñas fotos tuyas en mi cámara plateada. Empezaba a oscurecer de pronto. Y una lámpara con su luz naranja te brillaba a lo lejos. Te brillaba. Te has ido ya hace una hora. La gente está comiendo, y llegan otras, y espero otras. Pero tú no estás. Sólo, algunas pequeñas fotos tuyas, colgando de mis ojos. Sólo tú, colgado de mi brazo. Doliendo un poco, oliendo a ausencia. Tan pocas palabras hoy, tan poco de todo. A lo mejor debí levantarme mas temprano, tomarle una foto a mi nariz que se achata contra tu cabeza. Olerte padre, nada más. Hasta que vuelvas. Noviembre. Madrugada. Lo sé.
Te espera siempre, Jazmín.