
El miércoles te noté impaciente. Casi no nos vemos, pero te percibía y lucías preciosa, y exactamente impaciente. Supongo sólo era la euforia de la que me hablaste antes de todo. “Una euforia peligrosa” que a ti espontáneamente te surge. Y yo sé, cuando eso sucede es preciso cuidarse de los precipicios, llamar al dentista, contar las grietas de una pared. Aunque solamente fuese una urgencia que no me dices. Que prefieres callar, por una razón muy tuya, que olvidas y recuerdas a la misma vez. A mi me gusta imaginarte eufórica. Impaciente. Imaginarte sin más. Entonces no quise contarte lo que hice ese día. Aquél miércoles desperté aturdida, esa confusión siempre presente al tener un sueño descarnado y denso, o aquello de ser simplemente yo. Nunca te digo, pero siempre estoy tarde. No me gustan las horas, me veo corriendo tras ellas, gritando: ¡esperen! Seguramente les parezco antipática por mi indiferencia a su velocidad. Tú bien sabes de mi indiferencia ante tantas cuestiones. Pero eso no importa. Ese día camine mucho y trataba de recordar donde estaban las oficinas del Servicio postal. Y me causo mucha risa notar que la encargada se parece mucho a mi ginecóloga o mi ginecóloga a ella, además que me decía “amiga” o “señorita” o algún formalismo así. Yo sonreía mucho por qué salir al mundo siempre me causa cierto calor interno. Como ser un monstruito encerrado al ver la luz, sentir el viento, llenarse los zapatos rojos de arena, me provoca una grave fascinación. Le pregunte algunas cosas, “aah…ya no recuerdo donde se pone el remitente, ¿me podría decir?” Y ella me decía. Justo unos minutos después me di cuenta que había olvidado la libreta de direcciones, por qué esa no es tu dirección, y no podría aprenderla por qué sería en vano. Esas distracciones nos suceden a nosotras, tú olvidas las llaves, yo la libreta, nos olvidamos a nosotras mismas sobre las hojas de un libro inconcluso. Tuve que regresar a casa, volver allí mismo unas horas después. Tomar un taxi siempre de prisa. Creo que me sentía nerviosa respecto al Servicio postal. O algo reacio en mí, sabía lo que significaba eso, despojarse de una parte de ti que siempre has guardado celosa o un anonimato muy raro, un segundo paso, o puede que algo más. Para cuando regresé ella me reconoció y me dijo: Listo ¿verdad? Yo le sonreí, vestía de rojo. Soy muy pequeña, no alcanzo mucho las estanterías y tengo que estirar mis pies o mi cuello, pero ella estaba ahí preguntándome: ¿qué envía señorita? Y yo, ¿que le digo? Efusivamente “cartas a mi novia, cartas a mi novia” Ella no tiene por qué saber, entonces afirme: Papeles, cartas. Que bello hacer estas cosas, cuando seamos mujeres mayores y recordemos mientras alguien nos lee a un autor siniestro; Diremos: Sí, nos hacíamos cartas, teníamos muy mala letra pero las escribíamos igual, nos besamos de lejos al humedecer el sobre con la lengua. Y ella pesó los sobres varias veces y yo no dejaba de pensar: Qué sería correcto decir que envío. Todo de mí o lo que quepa en un sobre amarillo, con un sello de cera y una firma sin nombre. Y cuando salí de allí me sentí desolada. Asunto natural. Pero sólo eran cartas, en un día donde estabas impaciente y yo no te quise decir todo este cuento del Servicio postal.