Hay momentos –sobre todo nocturnos- donde destruyes todo lo que eres. Donde reconoces tu calidad de sombra. Te conviertes en una deconstrucción humana. Los sitios musicales sobre el cuerpo se tornan en (mejor dicho) ruido. Ese ruido, luego son gritos e impertinencias. Una canción lenta de cierto aragonés. La boca carmín de una mujer blanquísima. Y todas esas cosas portátiles, sencillas, para meter en una bolsa de jean (azul marino). Como pelusita de lavandería donde se conocen a veces las personas. Habitamos ahí dulcemente en las fatalidades. Y claro, me encantan esos tranquilos reproches después de todo. Era la hora. Pero me conoces muy bien, incluso presumes sobre eso. Piénsalo/pensémoslo; como una tregua a lo Benedetti. Yo por el contrario no soy mucho si no sueño. Por eso, aun, en todo aquél derrumbe del que te hablo, consideramos (considero) costuras más fuertes entre tu brazo y el mío. Debió ser así desde el principio. O cambiar la perspectiva como dos seres muy hambrientos después de las cartas últimas. Tiene que suceder esa catástrofe avara para meternos (me) en la boca una lengua franco-mexicana que arde. Tú sabes, esa de Jeunet petrificado.
Hay banda sonora para el alud en altas horas de la noche, por supuesto. Puede ser la misma de siempre. Pero ya nos aburrimos. Preferí darte muchas veces un te amo francés –o eso intentaba- junto a un te odio alemán, y obligarte a decir tantas palabras que tal vez no querías decir, y a lo mejor por eso a esta hora me rio pudorosamente, y te agradezco en silencio. Y si ese fuese el caso hazmelo saber, en ambas partes. De esto también puedo regalarte una Fe de erratas.
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