Sucedía siempre una melancolía incomparable, cuando dentro del dulce calor que son las maletas, aspiraba el aroma a casa que todavia podía percibirse de mi ropa vieja. Esa que aun no había querido usar. Era la blusa verde de escote pronunciado. O la camisita azul, regalo de la abuela. Y esa tristeza definitiva de los días de lluvia –los cuales me alejan de la playa turquesa- mi reencuentro con los vidrios empañados, que hasta hoy, beso tranquila hacía el frio; hundían mis ojos hasta las entrañas como a los dieciocho años. Era ir en un colectivo color blanco y pensar, pensar muchísimo en olor a detergente y suavizante de casa, de mi casa. La casa. Es imposible no llenar los ojos con líquido transparente y salado. La verdad, sugiero más que tristeza ácida ante las emociones descritas por mi larga nostalgia. Un día decides irte, y nadie te dice que después de muchos días tus prendas sencillas huelen a casa y te pones a llorar como un loco sin hogar, quien de hecho, eres. Como una niña lejana, a kilómetros del columpio predilecto, a millas de tu madre, llena de hastío por todas partes, y a la vez, sabiendo por supuesto el andar errado de los pasos. Alguien te lo dice a las nueve de la mañana. Le sonríes, tienes que sonreírle, te ha dado una verdad de frente después de mucho tiempo. Pero cómo hacer cuando ella te llama por teléfono: ¿ya comiste? ¿te tratan bien? El perrito también te extraña. Lo terrible que es el correo cuando no llega a tiempo. Voy a escuchar canciones de invierno de dos mil cinco, como no reconociendo su eternidad en mis huesos. Voy a ser muy dulce con el mundo como pidiendo reciprocidad. Que estos hechos, esa ropa, las llamadas, son cariñitos sutiles que todavía me quedan para guardar. Imaginar que la vida no te ha quitado los juguetes, ni los besos del más grande amor de mi vida, ni toda la inocencia. Me parecía fascinante el hecho de cómo de pronto, eso, la infancia, te abandona. Como describe Vanessa Redgrave pasa cuando mueres. El alma abandona el cuerpo como un alumno abandona el aula. Así, así de prisa, así los dulces años rojos. Me disgusta, en cambio, no tener miedo de las calles. Me preocupa tener que sentarme bien, sino, no me llaman. Detesto que el dinero del teléfono se esfume antes de decir: te quiero. Recuerdo los poemas que hablaban de la verde oscuridad, y la vez que me hinqué por aquello de los momentos perfectos. Y me duele tanto, y tanto más, el aroma a la ropa cuando todavía era diciembre. Y mis cartas no llegaban a mamá, nunca a mamá.
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