miércoles, 9 de febrero de 2011

Entre líneas




Yo, como todos, sólo hablo de ti –y demás- cuando he  bebido mucho alcohol. Pero trato de recordarte según situaciones muy específicas. Lo intento, entre otras cuestiones, para no borrar nuestros -todavía- nítidos padecimientos. Sirven, constantemente, para que el día no sea solamente un ‘día’ donde no se pudo beber, comer o volar. Un montón de sentimientos indescifrables haciéndonos nudos los músculos y recordando que dentro tenemos arterías, hierro etc. De esa forma, podemos simplemente agradecer cuando la felicidad sucede. Por ejemplo, esta mañana, amanecí odiando completamente la sincronía de vivir un miércoles: trabajar, tener que hacerle remodelaciones a la casa y salir muy a prisa, con cuatro personas más hacia los bancos. Después otra vez a la escuela. Almorzar con un hombre extranjero hablando en idiomas que no son tuyos. Comprendes lo tedioso que llega a ser. Después explicarles eso de las monedas a mujeres impacientes. A veces parar un minuto para olfatear el día. Hago aquello de poner las yemas de los dedos sobre mis labios y estremecerme, y cerrar los ojos. Es desolación. Creo que luego me enfermo del estómago. Deambulo por los blancos pasillos buscando donde descargar la náusea, el encendedor en la mochila, el teléfono.  Todas las razones porque pintamos el día de rojo, si no sabemos explicar la impotencia a puño cerrado. Supones las horas pasando, como llegar a casa, trabajar otro turno. Quizá saborear los dedos de alguien. Eso, en  el mejor de los casos. Entonces la música muy al final del día. El cigarrillo. Y todo aquello motivando no borrarte del espejo. Entonces sucedes tú.  A cierta medida del dolor: tan propio de la noche. Yo, como siempre, quiero decir que hago lo que puedo. Esto de vivir -como se puede-  es lo que hay, pero no me gusta. Con suerte alguien premiará mi esfuerzo con unos tragos de anís  mañana jueves. Y allí en la cocina le hablo de ti entre líneas, seguro.

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