Me quedan dos semanas para guardar, sí, tu voz tristísima y nuestra destreza de alcoba, en mi cajón de lencería. Ya, tus pelusitas de calcetín, y las no llamadas vespertinas, amenazaban con marcharse desde la primavera. Pero hacíamos caso omiso, Madeleine, tal tú y tus manos sobre mi librero. Yo diciéndole a tu espalda: no, no los he leído todos. -Deberías, uno de estos días ¿sabes? Son para eso - Sí, lo sé. Bueno, que no todos los días está la luz, tan clara, tu espalda… de esta manera - Qué no lo sabes, Waltz, en domingo sucede siempre la misma luz, déjame explicarte. Y seguiste conjugando verbos para salvar el domingo. Madeleine, ¿qué decías también de mi blusa? Ahora que te marchas debo guardártela en una bolsita de papel. Porque según tú, desde mi escote, desde allí, nacían unos pájaros rojos, y las ramas de mi cuerpo se balanceaban junto con ellos, para hacer la banqueta crepitar con nuestro estruendoso andar de ninfas. Pero yo te decía que no era más que levedad insólita. Alucinabas. Me engrandecías. Como todas las mujeres en mi vida. Yo intentando decirte del gato y el trueno. Qué ese día llovió, que nunca me han gustado mucho los gatos desde mi adolescencia, pero lo cubrí, Madeleine, lo cubrí. Teníamos frío. Y tú no abrías la puerta. Fue entonces que te hice aquella carta tan larga, y te prohibí venir a mi casa. Pero te quedabas en la esquina a observarnos a Romeo y a mí. Eras todas las cosas vivientes con ojos. Fuiste terrible, Madeleine, también eras todos los monstruos debajo de la cama. El coco, una semana sin viernes en la noche. Cuando se va al baño y se ha quedado sin papel. Yo no me río, de verdad, te lo digo con amargura. Salvaje, Madeleine.
Voy a dedicarme enteramente a ti estas semanas. Sabes porque ¿cierto? Las partidas son procesos de innumerables pérdidas. Me debo preparar a tu mutismo. Aunque nuestra ausencia parece clarísima desde hace años. Pero, cómo olvidar tus pecas y esa sutil manera de construir la añoranza de la tarde. Haré paseos, Madeleine. Alguien me llevará películas a la habitación. Llenaré otra vez los estantes. El abuelo me hará otros más, de madera. Voy a seguir siendo yo. Nombrarte es vivir como masticando cenizas.
Hey, Madeleine, aunque la vida te distraiga ven a verme, cuando puedas. Me acordaré de ti. Olfatearé tus restos. Lameré tu recuerdo como un perro nostálgico. Cuando quieras, cualquier día, coloca ese gesto incomprensible de tu fatalismo delante de mí. Te quedarás en el cajón a salvo, te lo prometo. Ah! cómo amé y amo a tu pueblo, Madeleine!

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