domingo, 19 de junio de 2011

Montón de íntimas cosas


A veces esas conversaciones de café y luces rojas titilando en una cocinilla. La luz  alrededor tenue, tenue, por supuesto. Miradas provenientes de hombres de guitarra, mi sonrisa ensayada muchas veces. Que luego se me desarma de gusto. A veces eso; mi querida sin nombre, a veces silenciosamente como un piquete en la rodilla. Pero es más común esa familiaridad de líneas en las manos, las hojas que ruedan sobre mi calle favorita –la de mi amiga, la más antigua- ya de noche, esas tontas e íntimas cosas. Y un jazz vocal con pianito a lo Charlie Brown, y mi voz que se supone adorabas; y el fragmento de un libro:

Qué hermosa noche ¿no te parece? Qué maravilla de tiempo, y yo pensé Está pirado, se pone así con la edad, el agua resbalaba sobre el caudal de la espalda...”

Así, esas íntimas cosas. Como a veces olvidar dormir, rezar, comer. Olvidarlo a las doce de la noche, porque el taxi va muy, pero que muy lento, y el señor intenta hacerte plática que ha estado muy tranquila la noche, aun con amenaza de masacre. Y alguien insistiéndote en francés doucement, le ciel… alguna cosa así. Ya luego no me interesa, el cuerpo se te pone blando de pensar en racionalizaciones.  Se tiene que regresar a mirar el reloj y los bailes lentísimos de las pestañas. La garganta nos duele de frío. Hay palabras indescifrables. A veces precisamente murmullos. Ya no los escuchas.

También, el sabor de una frambuesa y pan levemente quemado. La dulzura de una boca que sabe a pastel, por niña. A veces el llegar a casa, desmaquillarte, el agua sobre la cara, mis pastillas de paquete rosa y los pies dolientes.  Y la ambigüedad sonora de los tacones, ¿aun los utilizas? Me descubro cantando en ocasiones. La piel ya no me sabe a nada que reconozca. Hay conciertos de mujeres que me cogería sin pensarlo, las dejo allí. Descanso la cabeza en la nevera. Y vuelve el temblar de las luces como si se murieran en los ojos. Como grititos de amantes que me recuerdan la calentura debajo del ombligo, pero también lo gélido de noviembre, y la parada de autobús, que suponía, lo supuse después de escribir mal alguna palabra mientras todavía era de noche. Esas íntimas menudencias que recalco, cuando me hablan de un vuelo a no sé dónde. La ignorancia de la vida contigo. Decir, afuera, amanece y suenas. Y “mañana despertaré con cuarenta grados de fiebre y una neumonía, preví, y este hablándome de la hermosura de la tarde y de la maravilla del tiempo, el letrero de la cervecería se reflejaba en la acera,…”

La cervecería ante todas las cosas me muerde la soluble sensación del frío. Y me reservo la cruel necesidad de desmemoriártelo todo.

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