Mentir un día. Mentir cualquier día. Mentir porque puedes, porque de pronto “así como si nada”, puedes destruirle la vida a dos o más personas. Y cada una, en todo caso, te sugiere vidas diferentes. Amores diferentes, besos diferentes, muertes sobre todo, distintas. Distintas a todo lo anterior. Y reconciliaciones imposibles, porque claro, no las quieres. Pero están todos los objetos allí, en las repisas, como hablándote y preguntándote “¿qué vas a hacer?” y no decir nada. Eres mayormente imaginario. Vamos, esto de ser mío o mía, duele. Eso yo lo sé. No tienes que repetírmelo cuando cierro la ventana porque nos escuchan. Porque las cosas corren despavoridas entre los muros huyendo de nuestro placer desdichado. Ese, de desdecirnos a todas horas. De no pertenecernos o que me pertenezcas tanto que ya no sabes tu nombre. Pero da igual, da igual, te digo. Porque puedo poner a Debussy y todo se calma. El filo de mis labios o la punta de mis dedos, quietos, y fuera de lugar. Mis pies, los pasos. Un silencio que no podemos esconder debajo de las luces cuando ya no parpadean en nuestros ojos. ¿Sabes cómo? Reconocer y desconocer. Esta indecencia mía y tu reflejo nulo. Ves, todo se calma. Es como llevarte entre los brazos y quedarse allí. Casi dormidos. Tener lentitudes impalpables mientras decimos adiós, y hablar demás y menos. Los ojos como descifrando verdades. Y vuelves a ser de ti. Yo intento dejarte libre. Claro que sigo inventando cosas sobre mi genial sensibilidad o los sueños. O las manos cuando se cuartean de tanto acariciarlas. Mentirte en ellas, dejarme ir también en ellas. (Etcétera).
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