Agosto tiene un ritmo agitado e irreal. Los ojos duelen tanto que el sol y el aire traspasan la cortina a cualquier hora, y en la tarde. Y en la noche con lunas que nunca vemos, hiere de igual forma cuando si acaso sobreviven las luces de madrugada. Ya ves, te lo dije: Mi cuerpo consiste en mareas implacables que no comprendes un día domingo. También en callar, callar, sobre todo. No voy a decir nada demasiado formal. Ni continúo. El mes comienza y termina contigo o conmigo. Cómo explicarlo. Las situaciones son así si juegas con ellas y no puedes levantar su desastre. Decirte: voy a bajar a cenar. Que hay segundos que te pertenecen y de pronto dejan de existir; como tú dejas de hacerlo, todo, con extrema frialdad que ni yo entiendo. Decirte también “la voz me arde”, “hace calor”, “debo irme”. Girar rápidamente en la esquina, saludar a un anciano, sonreírle. Confesar que en realidad tengo poca paciencia con los niños. Ya ves, todo era verdad. Pero me deletrean a g o s t o, le explico a alguien que es también una película: Anthony Hopkins, y una actriz rubia de la cual nunca aprendí el nombre. La vida de campo que va tan bien conmigo pero que no alcanzo a elegir o pude elegir un día. Y no sé. Aun con eso, hay ciertas flagelaciones pausadas. Pero seguimos. Nadie lo comprende, y tienes la sutileza de contarme cómo suceden estas cosas. Y tengo palabras y canciones que nadie te dará nunca. Música de bares inhabitables and I will kiss you again, por si acaso. Dentro de la casa, en el pasillo, afuera, sobre el baúl. Todo ese montón de promesas. La gente se asombra. Nos preguntan y piden sinceridad como si tuviese que darles respuestas. Me dan su mano, horrorizada me escondo tras cualquier poste. La ciudad es grande, y es chica. Tan chica que a veces cabe entre mis pechos y se agita al compás del verano de agosto. Tú sabes, no me conoces, esto no ha sucedido todavía. Por eso todo gira en un espiral y en vértigo, sopesamos la idea de repetir, de repetirnos. Como si fuese cierto el calor que nos invade.
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