La lluvia floja de domingo
nos sorprende en la quietud del día.
Ellos se bañan desnudos en la
lluvia, la primera lluvia de septiembre. Encuentro un silencio exacto en
nuestra casa, como recién remodelada; limpia; impoluta.
Repaso los proyectos que se
avecinan, tanta inutilidad de trabajar continuamente para ser prospero, y así, quedarse
sin la libertad de ser irremediablemente nómada. Buscaba ávidamente este sitio;
mis pensamientos se empiezan a esclarecer conforme lo siento lejos. Lo sabía.
Imitar la vida fue sencillo por un tiempo, pero; no era suficiente. Necesito
soledad. Un solo de trompeta. Casi – estoy- mejor -desde -que no estás. Quisiera
ver este documental en el 2050. Mamá ponía todas las tardes algo como un
solo de trompeta, nos bañaba en el patio de atrás, nos observaba y escribía.
Mamá, bueno, no sabíamos bien si era feliz, pero trataba de hacerlo por
nosotros. Alguna cosa así, desde los labios de un Yosef hermoso, iracundo,
pero leal. Dio s nos impida traumar a nuestros hijos. Quisiera que recordara
esto; hoy fuimos al parque con el sol encima, nunca olvidaré su olor a
bloqueador o el pequeño poro inflamado en su nariz; lo besé, varias veces. La
mejilla, los ojos, el viento ondulaba su cabello. Quisiera que supiera que no
fue Yosef sino a Jaely de quien recuerdo esto. Le puse una blusa blanca. Se cayó
de la sillita amarilla, lloró. Se quedó dormida en los brazos de la abuela. Hacía
tanto calor en la sala de estar; es el año más caluroso del que se tiene registro.
Han pasado 9 años, cariño.
Y yo, Yo no he logrado tener
ganas de verme más al espejo. No sé cómo nombrarme otra vez.
Ofelia. Jazmín. ¿Quién es
esta que habita en mí? Necesito meditación. Necesito Terapia.
Llámame NADIE. Es un camino largo el retorno hacia una misma.
Hago un ejercicio de
reconocimiento; me encuentro en las letras. Me leo con
ternura y devastación. He amado mucho en esta vida. Seguramente más en las otras
vidas. Recuerdo un amor que no puedo pronunciar. Nunca le escribí a mi padre,
sino hasta después de su muerte. Tiré el discurso.
¿O lo enterré?
Quisiera tener la certeza de
a quien escribo esta vez. Pero sólo estamos aquí. Mis hijos duermen y suena un
solo de trompeta.
La brecha aun existe porque
no he logrado llegar a ti.
La vida sucedió tal como debería. Escribí menos, sin duda. Pero sigo aquí. No sé, supongo que podría resumirlo en sueños. El que me hizo volver al mar. Cuando se perdió mi madre, y papá me ayudaba a buscarla hasta en los baños públicos, cuando él no vino a casa y lloré su muerte. Mis uñas rasgaban la tierra para volver a él o irme al mismo tiempo. Quería ser las raíces profundas del árbol más viejo y llorar por siempre. Estoy escribiendo una carta que no entregaré jamás. Pueda ser para mí.
A veces imagino que no estás. Que
no existes. Ninguna huella tuya yace en este cuerpo. Cuando es nublado y me
aburro de ser yo misma, pero menos dulce, cuando me distraigo con el horizonte
o con los tenis que cuelgan de los cables del barrio. Imagino que no estás. Ni en
un roce, ni en lo que queda en los abrazos, ni en la lluvia. O en ese viento
tan antes de la lluvia que te susurra tiempos de destrucción o de goce. Como
sin habitar el hambre que me invade cuando oscurece, incluso si hace sol,
cuando las ropas son delgadas y traslucidas y me quedo pensando en el verano o
en la costa. Hoy he llegado a casa como exorcizándola de ti. He fregado pisos,
platos, la mesa de la cocina con boronas de tu boca. Me he sentido sola y con
una rabia extraña, pero silenciosa. Cierro
los ojos y me repito: él no está, no
existe. Me gusta pensarlo a manera de ejercicio. No estoy esperando tu
partida. Me causa curiosidad el espacio que deja una persona, cualquiera, en mi
vida, en la de todos. Me gustan esos espacios vacíos de una persona en específico,
en mí, en el asiento que ocupaba, en el calor que producía en espasmos o en
derroches de amor. Su sabor en mis labios. Qué ya no viene más a mi cuerpo, no
se va, no se queda. No hay mordidas ni ojos tiritando en la noche de mi
habitación. Las cosas yacen en un orden premeditado por mis manos. Debajo de la
cama quedó un poco de polvo, sobre todo en las esquinas porque nunca alcanzo
muy bien. En esas imperfecciones pienso en la figura de tu ausencia. La
desdibujo en la pared blanca, donde se encuentran las fotos de Hiroshima Mon Amour, que no puedes
descifrar nunca, y que por algún motivo dices siempre que se parecen a
nosotros. Recalco con mis dedos, tu imagen, con todo el cariño que me dejaste. Tengo
fiebre. Debe ser el frío. Me hablan de viajes próximos y sonrío mucho, con la
boca cerrada. Quiero nuevas fotografías que recreen una vida nueva. Ahora que ha
atardecido, y que tengo que pasarlo sin ti.
Después de sonreír mucho, mirar
hacia el techo y terminar de leer “Mi mejor amigo” de Keret, quise escribirle
una carta. Ella me quiso tanto y amaba mi risa, y me miró como todos debemos
ser vistos alguna vez. No hablo de la mirada de mamá o papá, sino de la otra
mirada. Imaginé muchas veces su cuerpo retorcido en ternura de mirarme. La
última vez que hicimos el amor no nos miramos. Ya teníamos un juego de distancia
que se estaba madurando. No, no es verdad, no había odio en sus ojos. Había
amor pero era otra cosa. Algo además del amor que sentía por mí, como una
extrañeza, un terror o aburrimiento. Fue la mejor vez, esa última. Nos desprendimos
la una de la otra, entregándonos al placer como hacerlo con un extraño, como
hacerlo con el fin del mundo tocando la puerta, algo así. Aunque su cuerpo era
el mismo, y su respiración la misma, las cosas que me decía, antes de terminar
en un orgasmo intenso y claro, doloroso, las mismas. Todavía siento las tardes
que pasé recordándolo, hundida en tristeza, masturbándome en soledad. Ahora lo
recuerdo con cierto cariño, y no puedo compararlo con nada más ni hablar más
sobre ello.
La he pensado bastante con algunos cuentos de Keret, por ejemplo;
“Que se mueran”. Me vi diciéndole el miedo que me daba cuando mamá salía en su
vieja camioneta, tenía la sensación del frio, punzadas, alfileres en los dedos.
“Me quedé preocupada, ya quiero que llegue mi madre”, y ella diciéndome cómo no
me daba miedo cuando quería que se marchara, y yo dando gracias porque estaba
conmigo, porque no creíamos en nada pero sí ella me lo decía me ponía más
tranquila. Pronto la besaba como loca, quería quitarle las bragas y hacérselo
tres veces seguidas, aunque en realidad nunca lo hicimos más de dos veces, el
mismo día.
Le escribiría, por ejemplo, que
finalmente tengo una pared azul, un azul casi verde que se deslava cada día.
Que puse cuadros de Van Gogh, una frase de Frida y algo de Gustav Klimt, lo
bello que sería contemplarlo a su lado por las noches, aunque sea tan
decorativo hasta caer en la exuberancia. Hay sopa de verduras en una olla
herrumbrada, huevos, café y azúcar por si quiere venir un día. Yo me voy
convirtiendo en lo que ella pensó, tal vez, demasiado. Vivir lo comprendo muy
poco y siempre tengo que marcharme de cualquier lugar. Porque me aburro o
siento nostalgia por la ciudad anterior. Tal y como tuve que dejarla para
querer volver en ese instante. Al segundo siguiente. Al minuto siguiente, y así.
Yo espero aún goce de poderes
sobrenaturales para buscarme. No se lo dije nunca, después de dejarnos, cuando
más fuerte pensaba en ella, ella regresaba a mí. En formas breves y de a poco
más intermitentes. Yo me hacía feliz con poder lograrlo todavía. Cada vez la
tengo menos, lo sé. Lo que ignora es que la quiero para siempre, a veces puedo
imaginarla leyéndome, sonriendo, mirando hacia el techo y queriéndome escribir.
Supongo que siempre estuvimos al otro
lado. Los aviones nunca dejaron de aterrizar y podía, a veces, ver cinco de
ellos acercarse, y planear el descenso. Tuve la costumbre de imaginarlos
estrellas o algún otro objeto desconocido. Un cigarrillo a las diez con veinte,
ver arder el cielo y la tierra firme. Nuevos vecinos enfrente que te creen
subversiva y parecen adivinar tu olor a orgasmo reciente, tú ya no puedes con
ellos. Supongo que pienso en ese chico que me mira, como mira a todas, pero no
como a todas sino más profundo. Pienso en él porque no está aquí, porque es
posible que lo esté si mañana a la una de la tarde se lo propongo tan pronto
llegue. Él sonríe. De cualquier modo necesitará de mí, mañana, el sábado, ha
prometido venir a verme. Es absurdo. Supongo que esta estancia va quedándose
fría mientras la desnudo de mí. Hay tazas pequeñas envueltas en periódico y más
trastes. Hay dentífrico, jabón para lavar ollas, fotografías de la playa aun
cuando no hemos ido. Hay destierros.
Imagina que vienes a decirme “no te
vayas”, imagina que te he hecho caso. Que he pedido disculpas, imagina que
vuelvo con mi madre. Imagina que he muerto anoche y hay susurros hablándote de
luces porque las amé tanto cuando vivía. Porque estábamos aquí, imagínalo, Er,
imagina que te digo que sí, que vengas. Haremos mucho el amor. No (él coge, él
coge), no lo haremos. Lo siento. Imagina que me dices lo siento como si de
verdad así fuese. Pero piensa, en tres meses habrá mucho frío. En tres meses
puedo decirte por fin “te quiero”, porque necesito querer a alguien, porque sí.
Créeme, voy quedándome sin fuerzas cuando es tarde y nadie ha llegado. Y me
echo a soñar en la cama, con fiestas, veranos inconclusos, perros callejeros,
globos de colores y mis padres cuando estaban juntos. Siempre estuvimos al otro
lado de todo. El vasillo con la flor de plástico quiere decirme “volar”. Será,
Er, que los vasos hablan cuando les inunda el vacío. Será verdad Er, que voy a
convertirme en la versión dulce de ti mismo cuando sucumbas.
Te esbozo en la pared como lo
hice, una tarde desesperada, a carbón y a colores diluidos con el agua de mi
cuerpo.
Desearía tener los mismos
instrumentos para pintar la casa, esa tarde. Recuerdas mi obsesión con tu boca.
Estoy por hablar de ti, y tú lo sabes
tanto, que te sonrojas. En aquel tiempo, la dibujé en todos los cuadernos del
colegio y ya sabían que me venías a media tarde. Lentamente las luces
eclipsaban los salones. Caminábamos esas plazas para abandonar los dolores
anochecidos en cualquier banquito. Si pudiesen preguntar, me dirían que era más
feliz que ahora y menos triste entonces. Tu figura pierde nitidez con los años.
Tal vez es la percepción de una madurez ingrata. Tal vez es la normalidad y
fluidez; el orden de las cosas. Tal vez es una canción fortuitamente repetida
para que no te olvide o este temblor, inundando mis manos. Es como un piano
esperando el roce, cuando antes sostenía una nota interminable a mi señal. Poseíamos
una orquesta incandescente como un foco que tardíamente nos dejaba ciegas. Te
miré un día para decirte: eres hermosa.
A veces imagino que existí en la vida específicamente para eso. Aún ahora,
después de las muertes y las vidas, abrir puertas y ventanas, porque el sol, la
luz, me recuerda inevitablemente a tu cara, y tus ojos en ella como alfileres
clavados que sabían bien herir. Aún hoy, puedo tocarte, al permanecer en
silencio. Frente a una mesa o un mirador solitario para sentir atravesar,
bilateralmente, el horizonte a espasmos. Sigo teniendo estas costumbres. Sé,
que las adoraste todas en un tiempo. Por ejemplo, detenerme, mis labios
susurrando en medio de una calle. La urgencia anacrónica de sentir el mundo por debajo, arriba, alrededor y cruzando.
Sé, que las amaste tanto como yo amé construirte, sufrirme, llenarme, vaciarme.
Amamos suspender el tiempo para escucharlo venir. Anunciar partidas y llegadas
en forma de luces. Besos y canciones. Escucharlo arribar al ritmo de tus pasos.
Porque así, todo estaba en un sitio secretamente pactado para mi felicidad. Esa
inconclusa manera mía de serlo a través
de los otros. A través de ti. Ser feliz a tu simetría. Cuando te ibas. Cuando
volvías. Si no sabías qué hacer contigo. Si no entendías qué hacer conmigo. También
si te quedabas para hacerme música o tragedia. Que no tuviese necesidad más
imperiosa que buscarte. Y encontrarme tendida en el suelo, insaciable de ti.
Remato la silueta que comencé.
Mi dedo índice la recorre completamente hasta donde termina. Me parece siempre
estás de espaldas observando el mar. Sentada o de píe. Pienso que lloras
perniciosamente al imaginar lo sola que me encuentro. Después escuchas una
canción muy azul. Luego sonríes. Te miro voltear a verme. Sonríes mientras
lloras. La mirada tuya desvanece en una ternura dolorosa. No sé si sientes
lástima o un amor inconmensurable. Todas las veces me dices adiós a medias.
Sigues observando el océano o un ave.
Pasadas
las ocho de la noche de un domingo de junio, vienen a mi mente las líneas
de su pequeño rostro provinciano. Jesús me dijo “eres rara” sin conocerme, sin
pensarlo, el muy imbécil. Habría que analizar porque lo diría, me vio en tres
ocasiones, y lo dijo a la segunda, sentado a mi lado, hablando de gajes de
oficina. Comía una gigantesca torta de tamal. Sólo tengo el dato que
probablemente las venden en algún sitio de Tláhuac.
Jesús es muy alto. Tiene cara
gélida. No sé cómo describirlo, tener caras tibias, frías, calientes o dulces.
Tiene cara de norteño. O cara de paleta de coco supuesta a derretirse si te
acercas lo suficiente. Acto seguido: lamer.
Me esperó para comer esa tarde. Dos días antes, se había despedido de la manera
ideal; tal como una persona debe despedirse:
-Bueno, Adiós. Hasta nunca,
Ofelia. – estirando su mano.
-¿Hasta nunca? Yisus, no hay qué ser tan radicales...
- El reclutamiento masivo
termina esta semana y yo me vuelvo a Las
águilas, ¿cuándo supones que nos veremos?
- Cierto, hasta nunca.
- ¿Ves?
A mí tal cosa me causó especial
gracia, y no importó hacerme dos horas en un túnel para llegar a Polanco, de
ahí una hora más a casa. La sonrisa me duró todo el viaje. El día que comimos
juntos pregunté - ¿Cocinaste? -
Asintió.
--Entonces qué va a ser
- - De qué me hablas – respondí -
- - Sí, de verdad ¿somos tan efímeros en esta empresa?
- - Ah. Eso. No lo sé, pensé que sería hasta nunca, sólo
es casualidad. Pero a qué te refieres…
- Creo que
deberíamos encargarnos de no lograr un “nunca”, debemos de hacer algo. Me
refiero a qué va a pasar entre tú y yo.
- - ¿Tú y yo? Qué va a pasar, pues, yo puedo hablar
por mí, eso está en mi total control, y viceversa …
- - Y viceversa. . .
Al decirme “y viceversa” de
vuelta, Jesús se rió otra vez. Luego, una lo hace de la misma forma, al saber
que has acertado en algo, aunque no sepas en qué exactamente.
- - Ok dime, ¿te has enamorado? – me preguntó.
Tuve que hablarle de mis últimas
dos relaciones. Que todavía les quiero mucho. A ninguna más que a la otra.
Tengo de ellas lo mejor del mundo. Le Tuve que admitir lo tremendamente fácil
que soy cuando dejo ir. Lo ideal. Le hablé de la perfección del amor.
- - Dos veces o tres. Mi siguiente relación será una
cosa mitológica, imagino, porque, como sabes, la idea es perfeccionarlo.
Notábamos que nos veían, mis
ojos se expandían como agujeros negros. No sé qué tenía Jesús. Venía del norte,
trabaja en Recursos Humanos y ansiaba mucho hacer estudios de pueblos
latinoamericanos en la UNAM. Existía una tácita coquetería al mover su boca
color frambuesa. Me ofreció de comer varias veces, yo no podía porque
disfrutaba verle masticar, formar las palabras bajo su sonrisa, conocer
lentamente a la persona pensante frente a mí. Fue perdiendo concentración, no
obstante, mientras terminaba de comer. Debimos decir no más de una cosa
importante que ya no recuerdo realmente. Su compañero de sucursal llegó para
comer también y ambos dijeron lo genial que era estar allí, llevarnos bien. Me
echarían de menos, esperaban verme alguna vez, salir. Sin quedar en algo.
Es muy probable que yo no vuelva
a ver a Jesús. Tal como lo predijo.
Nos despedimos cerca de las
cinco de la tarde de un viernes, le dije que me regalara su firma en un
papelillo, me respondió que no podía, porque sólo firmaba con la boca y había
mucha gente. La encargada del proyecto, quien también estaba allí, me volteo a
ver y yo hice seguir contando el número de volantes que dejaba.
Al irme me dijo firmemente; mucho gusto en conocerte, mujer. Me
soltó la mano tres minutos después. Ciento veinte segundos. Caminé las
escaleras de siempre al salir, muy segura de mí misma. Y pensaba el otro día,
en la cafetería del trabajo que debí decirle otra cosa que “y viceversa”.
"Pero... qué haces acá ? - Por favor... dibújame un cordero... - No importa. Dibújame un cordero. - No! No! No quiero un elefante dentro de una boa. Una boa es muy peligrosa, y un elefante es muy voluminoso. En casa es todo pequeño. Necesito un cordero. Dibújame un cordero.
- No! Este ya está muy enfermo. Hazme otro."
Se solicita alguien que me dibuje un cordero. Waltz.
El sol no atravesaba cortinas.
Sería un escenario perfecto para empezar a describirlo. Estaba nublado en
realidad. Brumas de primavera anunciando el verano, por si es posible. Ya creo
que lo es. Las estaciones vienen y van cada año de manera diferente. No existen
medievos en la época moderna para explicar tantísima agua. Jazmín Guillén se
levantó de su cama matrimonial pasadas las nueve de la mañana, sola, y sobria.
Con la incerteza del nuevo día bajo sus pies. Es decir, se levantó para lavar
su ropa, eso era seguro. La había dejado remojando un día anterior. Para eso
tuvo que abrir la puerta del diminuto departamento al poniente de la ciudad de
México. Observó el valle, le hubiese gustado un poco de sol, ese sol de las
cortinas. En cambio, la vista de su quinto piso, el cuartucho de azotea, le
dejó ver nubes tocando los cerros de frente. Inmediatamente recordó a ese
fotógrafo sueco que recrea nubes en los lugares más inimaginables sólo para
decir “sí, podemos tocarlas”. Pensaba en cómo amanecer junto a las nubes, y que
seguro, de ser así, dejaría la ropa para después.
No había algo particularmente
especial en los colores del cielo. La verdad es que se le veía soso. Quisiera
decir; el cielo imitaba un jugo de naranja y limón, pájaros cantaban, había un
árbol respirando alrededor. Pero no. Había el ruido del señor del gas y los
tamales oaxaqueños. Bajó inmediatamente por un licuado de fresa con plátano,
pan tostado. La ropa seguía allí para ser lavada de las peripecias diarias.
No era ciertamente seguro, pero
esperaba por alguna razón la llamada matutina de alguien. Hay días como este.
Regocijarse en despertar con Giuseppe
Verdi y limpiar. Esperar que alguien salude. Unos “buenos días”. Pero nada.
Termina de lavar la ropa y sin prisas. Quisiera despertarse como en esa
película de Joe Wright, con Dario Marianelli de fondo y todo. Novela de los 1800’s, con gente que
desayuna a su lado, un bullicio de sonrisas amarillas. Nunca hubo tal, ni cuando vivía con su madre. Le disgustaba
ver a la novia allí, con su familia, que no era su familia, y nunca sería su
familia, y sin embargo allí, ese barullo artificial. Sabía de su
artificialidad, porque nadie la esperaba. En esas películas se esperaban a que
todos bajen al desayuno, se pasan la mermelada, la mantequilla, la sal o el
azúcar. Siempre empezaban sin ella.
Lo más cercano a despertar con
esa benevolencia lo recuerda a sus cuatro años. En el pueblo de su infancia,
otro sábado, muy diferente a este sábado. Se preparaban para ir al templo,
posiblemente su padre recién llegaba de viaje, porque esa mañana estrenó vestido.
La abuela la peinó con dos trenzas. Un albañil que trabajaba en la casa - siempre
habría alguno por esos días - construyendo sabrá dios qué, la casa, la otra
casa, la que nunca habitaron, ni terminaron, la que vendieron para comprarse un
auto; ese albañil le dijo “princesa Jazmín”, y ese día debió ser muy bonito,
porque invariablemente lo recuerda. Recuerda esa mañana donde un albañil la
nombró Princesa Jazmín. Seguro era
abril o mayo.
A medio día comienza a sentir
hambre. Ya ha limpiado la cocina, el baño, tendió la ropa. El sol no salía
todavía. Solamente pintaba un amarillo pálido y ruido de helicópteros el cielo
de Huixquilucan. Como si tuviese relevancia,
ya vuelto a comer muchos vegetales. Qué inútil preservar un cuerpo solitario.
Después de la comida, calcula
que no saldrá a ningún sitio. Si acaso por el pan de la tarde, donde los
dependientes son una familia de gatos taciturnos. Ella les sonríe siempre, y
muy fríamente contestan “hasta luego”, cuando llegan a hacerlo. Los imagina en
su mesa balbuceando sonidos graves y toda su casa silenciosa la mayor parte del
tiempo. Tal vez en un futuro se enamore del hijo mayor, porque es muy serio y
además, se parece a su primer novio, Jorge.
Sale y entra del pequeño
departamento como jugando a la búsqueda de visitantes que llaman a la puerta. Las
nubes de los cerros se fueron esfumando conforme avanzaron las horas, sin darse
cuenta exactamente cuándo se borraron para ver claramente el verde en la cima.
Deben ser pinos. ¿Qué autobús deberá tomar para llegar allí? Parece que no hay.
Y deben asaltar en el camino. ¿Cómo será su densidad? Dicen que tocar una nube
no es nada. Más aire sobre el aire. Y nada más.
Las horas se van en una maleta
de viento y tonalidades grises. A veces agradeces cuando no lo sientes, al
tiempo. ¿Lo sabes? Cuando no extrañaste mucho a nadie. Jazmín mete su ropa a
pasitos, según va sintiéndose más seca. Mientras ve cortos en televisión,
limpia el brazalete de plata que le trajo su mamá de un viaje a Guanajuato.
Queda reluciente y piensa usarlo diariamente. Para llevarla consigo.
A las seis de la tarde, saca una
silla a la puerta para leer con la luz natural. Página 184 del libro de David
Nicholls, que la hace reír bastante y agradece mucho haberse puesto a leerlo.
Qué tonta me parece cuando se encierra en un mundo de silencio y las palabras
están por todas partes. Sonríe. Imagino que siente un poco de alegría y se
aburre menos leyendo la vida de los otros.
Cuando la luz se ha ido, entra,
pone agua a calentar para hacer un café con crema. Ve televisión un rato para
no ensuciar los libros, ni cuadernos, ni nada. El día también se ha ido. Casi
las diez de la noche. Nadie ha llamado todavía, ni siquiera su madre.
Posiblemente busque a ver qué darán en el canal 22, y se irá a dormir sin haber
hablado con nadie, ni con su sombra.
Mi lector es muy guapo. Se
sienta frente a mí, disculpándose, fútilmente, por su retraso. Ya debería él
saber que no me importa. No pasa nada. Seré muy educada en lo que la cerveza
logra su letal efecto. No he aprendido que para la primera impresión no se bebe
de esta manera. Sigue explicándome sobre el metro, alguien siempre quiere
suicidarse un domingo a la tarde, y yo me río, se ríe conmigo o después de mí,
parece un caballero. Quiere decirme con su sonrisa de dientes muy alineados lo
simpática que le parezco, quiere decir que lo sabe; cualquiera de estos días
donde he vuelto a escribir, describiré nuestro encuentro en este lugar poco sencillo,
hispter, en el centro. Todavía
desconoce si será para relatar su decepción. Yo nunca me decepciono de mis
lectores. A decir verdad me sorprenden. Una pensaría que un tipo como este, así,
educado, radiante, gracioso; debería tener mejores intenciones en la vida,
mejores ocupaciones, que conocerme, por ejemplo.
Ahora me gustaría escuchar a Django Reinhardt. Llevar ese sombrero
negro, el que me va bien con las trenzas y el vestido pequeño. Saber si en
verdad estoy a la altura de lo que prometo. Miro por las ventanas como siempre.
¿Sabrá bailar swing este individuo? ¿Me llevará a otro lado? ¿Hablará de
follar? ¿Tener hijos?
Quisiera el Minor Swing o mejor no, seguro me leyó en la época donde alguien me
quería, y los días transcurrían inmersos en Debussy
y Satie, el agua corría por la casa
como un río nacido desde jarras de cristal, ella lo dejaba correr, ella
alimentaba la tierra y las cosas. No suena nada, a excepción del indie y demás chatarra de moda de la
cual ya no me entero demasiado. Por ese entonces yo valía un poco más la pena,
creo. Quisiera el gymnopedie n° 1.
Tiende a expresarme su
agradecimiento por estar allí. Imagine
usted, el domingo por la tarde no tengo demasiado qué hacer. Sonrío otra
vez, “no es nada, el placer es mío”. Como si fuese cierto. Es un poco cierto,
supongo. Lo que realmente quiero decirle es que hay noches más claras que
otras, no sé porque recriminan tanto la contaminación, si las luces parecen
estrellas o luciérnagas desde mi edificio. Adquirí un nuevo pasatiempo, ver
aviones aterrizar, y a veces quiero saber su recorrido en kilómetros pero no sé
a quién voy a preguntarle. Mis vecinos me odian porque escucho la música en
altos decibelios, y ya me diría él que puede verme bailando a Nina Simone en la cocina, aunque ya lo
voy cambiando por Rhye, The Fall, eso
porque sale en Une rencontré, la del
tour francés, seguro ya la ha visto.
Se va apagando nuestra charla
como un nocturno de Chopin o como mis ojos. No sé qué se esperaba. Mi energía y
concentración como una vela extinguiéndose, constantemente. No es culpa de él.
Me miró las piernas al menos en tres ocasiones, creo por los relatos donde
hablé mucho de ellas, la fascinación de mis amantes por morderlas, entre otras
nimiedades que escribo. Bebe mesuradamente y pasadas las ocho me dice, si quiero
irme, porque sabe vivo bastante lejos. Paga la cuenta, porque también sabe de
mi pobreza. Mira mucho mis mejillas camino al metro. No sé si por el vino del
final o porque son demasiado grandes. Es dulce hasta para despedirse, cuida que
no resbale por las escaleras. Agradece, otra vez, agradece. Mi presencia, mi cosmovisión,
mi manera de escribirlo.
Yo no sé si sentir ternura.
Me dice el gusto que le ha dado,
no me dice que hubiese deseado que fuese más guapa, más alta, más delgada. Pueda
que lo piense, pueda que no.
Yo no sé si tomarlo de la mano,
gritarle que las luces de las calles se van herrumbrando y no quiero quedarme
sola.
Mepreocupa recordarte. Claramente habías
dejado un ardor, he hablado de él en repetidas ocasiones. Un ardor que iba
desde el plano físico; mi cuerpo entero, mis pezones, la entrepierna; y el
emocional, mi ego, mis ilusiones, mi seguridad de mujer enajenada. No me
preocupó como para volver a escribir de ello, indagar en ello, redundar en
ello, hasta la noche del 8 de junio del presente año, domingo para el lunes,
ayer. Han sido semanas complicadas, verás, antes me esperabas a la salida o
llegabas a tu departamento en Santa Fe, y pasadas las seis de la tarde,
mandabas un mensaje sobre mi boca, mi cabello, mi piel como la leche o mi
lengua que se asomaba ferozmente entre mis labios. No me besaste nunca, pero
hablabas de ella como sí, y a las seis con quince minutos, estaba ansiosa de
saberte. Ahora paso todo el día en la oficina, y doy gracias al cielo no
haberte dicho jamás donde estaba con exactitud.
Nadie me
espera a la salida.
Nadie
tiene urgencia de mi cuerpo.
Las
noches son cada una como la otra, con la diferencia que a veces fumo, a veces
no. A veces bajo a comprar la cena, otras veces lloriqueo un poco, otras no. Y
así, interminablemente. No te echo de menos. No sé qué podría echar de menos.
Tu deseo. Tu beligerancia. Tu lascivia. Tu resistencia al desvelo para prolongar
la inútil existencia de tu cuerpo. La manera de refutar que, en la vida, tú
eres más cabrón que yo. Más solitario que yo. Más melancólico que yo. Más
independiente. Me sorprende haberte soñado la noche del 8 de junio para
amanecer lunes, o sea, ayer. Era una especie de burla ante tu ausencia. No
recuerdo, justo ahora, con la lucidez de estar tan despierta, todavía
trabajando, a ciencia cierta, tu perfume. El lunes amanecí como fundida en él.
Pasaban de las ocho de la mañana, tú nunca quisiste dormir conmigo, ni que
comiera tus pestañas, tú nunca estuviste allí; pero ayer por la mañana era tu
olor, ese leve y fino, apenas perceptible cuando besé tu pecho, cuando marcaste
una línea para que besara hacía abajo, no tu pecho, casi irreconocible entre mi
boca y mi nariz. Te habré besado durante dos horas en un recorrido hambriento y
repetitivo. En un camino abierto que me prohibiste.
En el
sueño usabas una camiseta cualquiera, gris, gris de suciedad, gris de no importarte
lo que piense. La primera vez te vestiste a cuadros, camisa roja, planchada,
chamarra negra, jeans de tela dura, zapatos a juego, tan preciosos. Yo los
creía preciosos porque cuando te acostaste, los pantalones se levantaron un
poco, y me dejaron ver tu tobillo, tan pálido, indefenso. A las mujeres como
yo, esas cosas nos ponen locas.
En el
sueño me hacías el amor, y no, es decir, tú no haces el amor, tú coges. Aparentemente venías a casa para
hacérmelo. Qué bueno eso no lo recuerdo muy bien. Pero puedo apostar a que lo
hiciste. Siempre hubo algo que funcionaba entre ambos. Imagino por eso te
recuerdo. En el sueño también me dejabas claro (nuevamente) que no me querías.
Que me usabas con fines recreativos y sexuales. Yo lo sabía desde el principio.
Sin embargo era tu fragancia invadiendo mi cama, más que tu presencia en el
cuarto, haciéndome saber tu regreso porque en la vida hay cosas que tienen que
ser así. Sabernos, ya sea para sufrirnos, reír y comer otra vez una comida
asquerosa de la cual te quejaste. Arrepentirme porque gasté mucho en ella,
etcétera.
Me
preocupa, porque ignoro si sirva de algo las reminiscencias, sueños, y demás
sugerencias que tengo sobre ti. Me desperté aturdida, ayer, solamente para
tener otro día de mierda, rodeada de idiotas, comandada por idiotas, y qué más
da ya si me vuelvo uno de ellos. Te escribo con tanta libertad porque sé, de
cierto lo sé, como si fuese lo único que sabré esta noche, que no lo leerás
nunca. Me lo dijiste siempre; no te leo,
no te leí, no te quiero leer, para qué.
Y yo,
sigo aquí esperando a que alguien afuera me diga “buenas noches”, “te acompaño
a casa” o “quítate los jeans”.
Un día
tuvimos fascinación por las muecas del aire. Por las grietas del suelo
sugiriendo que hay otro mundo debajo. Por la ciudad derrumbándose entre la
lluvia. Y luces que se mueven en un frívolo vértigo de gigantes sin nombre.
Un día
tuvimos una esperanza diminuta de existir dentro de otro, habitarlo,
desgarrar, quisimos hacerlo todo nuevo. Ya sabíamos antes de quererlo, que
tal cosa era imposible, sin embargo pretendimos entender; también existen
gestos iracundos en las bondades, una superficie para respirar después de
sumergirte. Un sol para nublarte la vista.
Un día
me paré en la puerta y dejé ir no sé qué palabras. Tuve que regresar a la mesa,
sentarme, ponerme a llorar. Hacer como que empacaba maletas y alguien venía a
preguntarme ¿a dónde te vas? Quédate. Hacer drama para unas paredes blancas. Muchos
cuadros en llorando mi partida, unas manos que salían del suelo que me
detenían, aunque no. Aunque no era cierto. Un rostro se despide en un giño y un
silencio se vuelve murmullo en las heridas.
Un día
tuve fascinación por las bocas, y era necesario besarlas todas. Vimos el cielo
abierto con los ojos cerrados, y un mar inmenso que escurría por los tobillos,
tocando el azulejo helado, fue necesario inventarnos cuatro balsas para ser
llevados a los extremos.
Tal vez reclamarían los restos.
Un día
extrañé tanto a mi madre que lloraba por partes de mi cuerpo que aún nadie
había inventado. Tú sabes que siempre sucede. Un día alguien recorre tu cuerpo
para hacerlo a su antojo, te despiertas en cualquier tarde o mañana con
jardines o bosques en él, ríos, palmeras, niños y todo.
Un día
la llamé desde mis entrañas, ignoro cómo lo supo. Al otro día tenía un mensaje
de ella diciéndome “jamás te olvido” e imagino que eso más que misticismo, se
llama intuición femenina.
No te lo
dije, pero esta tarde, sentada en los pequeños bancos que con entusiasmo me
mostraste, encontré un momento perfecto. Qué me dirías, qué repetiríamos ambas;
no hay, querida, tal cosa como lo
perfecto. No existe. Hemos vuelto desde abajo, como si supiésemos entrar e
irnos del lugar al mismo tiempo. Hemos querido lograr la respuesta, adentro y
afuera del agua o en el té. Hemos intentado comprender la soledad como método
de lo invencible. Y me enternecido en tu delicadeza de vestidos verdes,
hierbas, laurel o aceitunas y plantas en el corredor. Esas diminutas cosas se
encuentran en su sitio porque nos relatan cuentos de espejos. Todas las
ocasiones, cuando tu gata pasa por
allí, cuando asesina un poco el derecho de la tierra sobre la maceta, si y tú
yo reímos pasadas las diecinueve horas; incluso un céfiro vespertino de ciudad,
cuántas historias están allí para escurrir un recuerdo. Yo lo noté de inmediato
cuando fuiste a ponerle azúcar al café, y luego subiste y tenía en mí un
secreto minúsculo. Y no podía y no quería temerle a las horas o al futuro. En
tus ojos marrones yacía una esperanza como un fuego, ardía como la madera,
hervía como el verano de sur del que tanto te he hablado. Luego llovió en ellos
en un ciclo ancestral y necesario, llovió en ellos, dulcemente, porque las
cosas están en su sitio, porque callan, porque vuelven a ti también desde
abajo. Donde arrojamos pedazos de piel o destierros, adioses incompletos, como
un abrazo partido abarcando la mitad de la calle.
Sólo
vuelve a ti lo irremediablemente tuyo.
Tu
rostro germinó más flores o pestañas. Tuve un dolor pequeño al abandonarte con
tu corazón a bordo de un vagón directo a la felicidad o al olvido. Te dejé una
lámpara encendida para que no te pierdas. Eso es porque lo invado todo. Porque
me eres. Recuerda que un día llegué y me salté las puertas, las abriste tú
sola, y me quedé aunque gritara, aunque un día no me quisieras, y si algún día
no lo haces. Mi permanencia sería igual a un rumor de luces que se apagaron,
pero que sin lugar a dudas conociste.
Cuando
estuve en casa, saqué los brotes de lavanda, que con cariño colocaste sobre mis
manos para dejarlos en mis bolsillos. Los esparcí a modo de cenizas dulces
sobre la mesa, todos los momentos con un olor transparente, arañando mi
garganta, una frescura tal que humedeció la casa y le dibujo sonrisas. Estaba
harta de poemas de Alfonsina Storni.
Voy a
poner esas flores debajo de la almohada. Antiguamente lo hacían para curar
espantos o por ejemplo; poner lupino para no aullar a la luna, ajo para no
aterrorizar a las mujeres bellas con nuestros filosos dientes; lavanda para no extraviarnos,
quizá. Yo lo haré por ti. Soñaré tu risa blanca, pediré porque regreses de píe,
entera, no importa lo que suceda un diecisiete de abril. Haz de llegar y
recorrer la casa, tocar las paredes para no olvidar cualquier noche donde
gritaste del gozo hasta el llanto, tus hermanos y tú cantando hasta el amanecer,
y sobre todo, la vez que él pronunció tu nombre y exististe.
Alguien llama; fantasma o
recuerdo. Debían ser las dos o las tres a eme. Tengo la boca inflamada de sueño,
una palidez como deformación de quien viene de otro mundo. Un sueño incompleto
o más o menos tibio. A medio hacer.
“Estoy contigo, estoy
afuera”. “Afuera nada más el gato que no tengo, maúlla para dejarlo entrar,
pero soy suficientemente cruel para no hacerlo”. Sigue llamando. Su
costumbre clandestina. Existe también como un susurro alienado dentro de mí.
Nos habita lo que amamos. A veces no sabemos hasta donde. Y dónde, y cómo. Nos
habitan, decía “como una mano a un guante, y viceversa”. Pero dicen tantas
cosas los extraños que conozco. Podría hacer una lista de compras o
soliloquios, so-li-lo-quio.
[Con lo bonito de la palabra]
Salgo de la cama.
Qué encanto hay en el
aire que se cuela por la casa. Madrugada de abril. El frío entra siempre por
los pies descalzos. Pienso, si abro la puerta, en un momento nos sentiremos
aislados. Completamente solos, pero juntos. Gustamos pensar que la gente, toda,
ha muerto. Sucede a esta hora; alguien ha dejado encendida la luz cruzando la
calle, pero no hay sonido. Podrías apostar por un beso ciego, mirarme, pretender
mirarme, darme tu mano. Cualquier beso es ciego y ya deberías saberlo. Qué
tonto. En cinco minutos cambiaría todo. Ojalá pudiese escucharle más cerca, como
ese rumor de los árboles atravesando el jardín, desde las rejas, como
prisionero a nuestras bocas, hasta los oídos. Toco mis labios para reafirmar el
roce. Busco si no hay fiebre para propiciar las alucinaciones auditivas, por si
eso existe. Una mancha en la negrura. Ojos
azules que se enredan*.
“Estoy contigo, estoy
afuera”. Yo no logro verlo. Me surge un terror y un llanto. Si dejas de
esconderte buscamos un atajo a la felicidad, y nos extraviamos para no volver
nunca. Al final del viaje, no podremos llegar más que a un lugar tranquilo.
Atardecerá justo a las seis dieciocho. Amanecerá a las cinco cuarenta. La luz
entrará por las ventanas y jugará sombras, ciudades no inventadas, caricias extraviadas
enroscándose en nuestra tristeza. Tendríamos que vernos fijamente sin necesidad
de hablarnos más que con los ojos, la mugre o las ansías.
No le encuentro jamás.
Su silencio se vuelve
parpadeo en mi sonambulismo. Se suponía que alguien viene a remendarte el
insomnio. Vuelvo a la cama parsimoniosamente, y no me reconoce nadie la
zozobra, sólo Friedrich Chopin.
Pienso en tu rostro, en mis manos que yacían sobre el moldeando razones, y pienso
en tu boca y en el sabor que aborrezco. Detesto tu boca sobre la mía.
No va a
funcionar.
Afuera llueve, parece inconcluso marzo con esta estela gris sobre
los edificios, las luces rojas
parpadeando parecieran un rocío de sangre esfumándose en el aire. Anuncian un
verano en carrera, ¿ya casi es verano? No. La primavera llega en forma de
amapolas armadas de un filo febril. Mira
cariño, todo te lo dije a medias. Sé fingir el amor como los orgasmos en mis
gritos donde no te pienso. Tenías razón. Toda la razón, no estoy. No estaba
entonces ni lo estoy ahora. Te pertenezco
ajena*. Sé hablarte de la pasión de los pueblos, tú sabes hacer como que
escuchas, como que prácticas, como que lo sabes todo. Me pareciste adorable. Lo
eres. Me pareciste ingenioso. Me pareciste inmenso, pero lejos. Estaba tan
lejos. Tenías razón. Nunca he disfrutado más una noche como cuando no tuve que
repetirte que te quedaras. Estoy más cerca de mí cuando te marchas. Imagino me
pasa con todos porque es cuestión de ego. Sabía reconocerlo sin tener que
equivocarme repetidas veces. Sin embargo me gusta, eso, errar; es siempre
necesario para colocar una línea donde nadie te espera.
El camino que habremos
de seguir es oculto desde el presente.
Me da una pena diminuta saber cómo no va
funcionar. Tengo la intención de decirlo como si fuese cierto, lo suficiente,
para importarte. Entonces llegar un día o que tú llegues. Observar esa ternura
tuya de quitarme las gafas, limpiarlas, luego ponérmelas otra vez, así, frente
a la gente. Ojalá pueda llevarme eso conmigo. Hará falta por las noches, en el
edificio. Ver nítidamente tres calcetines colgando del tendedero mientras
llueve, aunque sea marzo. Ya decían sobre esas aguas, y no lo creíamos, ni lo
cantamos a oscuras.
Cierto, te gusta que encienda la luz. Yo prefiero no verte.
Recuerda la despedida donde me volteo antes de decirte adiós.
Así, frente a la
gente.
Que no me ruegues ni una milésima de segundo,
comprueba lo que te dije al principio.
El ardor fue
desapareciendo mediante los días. Eras necesario. Una piedra que se te mete en
el zapato para re direccionar el camino. Me satisface la idea de encontrarte
cualquier día, en otro tiempo, en otro lugar. Por la calle, en el subterráneo,
en un restaurante con gente subversiva. Mientras me río a carcajadas, con lo
que odias el ruido de mi voz. Pobre muchacho. Te acostumbraste tanto al
silencio de tu infamia. Debí quererte aunque fuese un poco. Mira que lo intenté.
Mirarte mientras me tocabas. Cerrar los ojos como si me gustara. Te lo expliqué
mientras me desvestía: el hecho de no
volverte a ver no significa que esto, ahora, no me importe. Ignoro si de
verdad escuchabas. Humanamente fui más honesta que tu soberbia. Desear una
buena vida, se hace con cualquiera cuando te despides. Debe uno agradecer las
horas regaladas, que no son baratas, tú deberías saberlo. Pasamos imaginando
esos encuentros como si fuesen dulces que compramos calle abajo o en la
esquina. La verdad es que no, mi querido niño malcriado, esto nos pasa pocas
veces en la vida. Me consuela levemente tu visión sobre ella. Nada te faltará.
Aunque mintieras visualizando la próxima vez de encontrarnos. A pesar de
decirlo. Lo supe después de sentir tus ojos sobre mí, cuando yo miraba las
luces. No nos veremos nunca más. Tan lejana otra vez. Al saber que tal cosa no
pasaría, quise llorar. Oprimí mucho los ojos a manera de forzar y apresurar ese
proceso. Quise llorar esa misma noche. Con mis uñas rojas rasgué mis mejillas
queriendo que volvieras a entrar por la puerta. Callarme. Hacer mejor las
cosas. Con mi silencio o con la boca abierta. Lo que te gustara más en tu
exigencia. Y no. No pude llorar por semejante quimera. Luego recorrí la
habitación y la cocina aún con zapatillas. Compré más alcohol. Bebí hasta
caerme después de pronunciarte a m o r y morirme. Lo preguntaste así. Todavía lo
recuerdo.
¿Moriste?
Y la noche
transcurrió como un tren que atravesó Siberia con todas las luces apagadas.