domingo, 31 de julio de 2011

How insensitive*


Estoy comiendo con mi madre, un restaurante muy snob a veces, y me dice: tú y ella son una mentira. Hemos bebido cerveza, yo ensalada de espinacas (?), ella comida tan mexicana que es sobre todo el color rojo del picante. Me dice que me hago cada vez más guapa, que los veintitrés me sientan demasiado bien. Y que no tome demasiada cerveza. No, no demasiado mi amor, nunca. Pero luego comienza a decirme: esa, tu amiga, esa tu jefa. Etcétera. El estómago te sangraba hace una semana, vamos, vamos, no bebas demás. Pero ella bebe demás siempre dándome el mejor ejemplo. Estamos cansadas, vieja. Lo estamos. Qué más da el dinero. Hay días donde lo Waltz te brota del cuerpo y te explota la cabeza. Y no puedes hacer mucho contra ello. Siempre están las paredes y la gente que quiere besarte y poseerte. “Que mi principal interés era dejarte sin habla”, y lo he logrado varias veces. Eso dicen, y te da mucha risa. Ella sigue bebiendo. Sólo me faltaría oscuridad y luces naranjas alrededor. Habría perfección inhumana. También me hace falta tiempo. Del tiempo que puedes gastar en hedonismo como antes lo hacíamos. También me hacen falta unos labios rojos y dulces. O con sabor a tabaco y ya. Se lo cuento y sonríe. Suena una canción a lo lejos. Es sombra. Casi como la penumbra de los minutos ausentes. Pero ella está allí. Y me basta. Tiene una voz madura que intenta calmarte. Entiende dulcemente la calidad del tiempo que nos hace reír el domingo por la tarde. No hay silencios suficientes para llenarnos la euforia. Ni para vaciarla. Tengo cansancio mamá, tengo. Todo se vuelve un gritillo desesperado que se va cayendo. La mesera es amable, decimos. Como si no pudiésemos, nos sirve en los tarros, a mí que no me gustan. Luego con una pequeña seña le indico que no, a mí me gusta beber de la botella, se sonroja, se va. Luego vuelve. Casi ruego por una mano que recoja la tempestad de mis dedos. Pero ella y yo seguimos hablando; mira, tú y yo somos iguales hija, al final nos quedaremos solas. Y me duele un poco lo que dice, como desapareciendo el domingo tal cortina del día. Como pidiendo perdón y no ser perdonado. Ah, hay algo incompleto en estos asuntos. Una infelicidad. Una infelicidad pequeña que se nubla entre mis piernas. Y pareces otra persona. Eres otra persona. Te debilitas. Eres débil ya cuando asumes que las cervezas oscuras te han llegado a las sienes. No sabes como contestarle. Creo le digo algo como “no sé, pero no existe algo más parecido a la perfección, madre”. Pero se ríe, se burla, hiere como es costumbre. Y en el último trago asumir que sin lugar a dudas ella está también allí, poseyéndote perpetuamente. Como en el principio de las cosas. 



viernes, 29 de julio de 2011

Quien escribe una carta al amor en la moleskine


Te confieso, ansiosamente, que anhelo quedarme en casa  todo el día, y besarte los ojos. Como el verano pasado. Yo te descubría. Me trasladaba. Me quedaba en trance contigo, y aun. Antes el color verde y amarillo. Diez minutos más, y mis distracciones. Ahora el frío azul o el violeta. El silencio que aprendías, lo memorizabas. Contábamos siete veces siete hasta que hablaba otra vez y comenzabas a amarme menos, y más. Ahora gritar ‘te extraño’. Y hay una tranquilidad de saberte allí entre las horas. Diciéndote que echo de menos las banquetas donde solía escribir. Que extraño mucho perderme sin dinero en los bolsillos. El amor que me flagela a todas horas. Incertidumbre de música sin letras cosquilleando en los ojos y las orejas. Desear definitivamente eso. Cualquier niño llegaba, me pateaba los zapatos despacio preguntando: qué haces con ese cuadernillo. Yo decir; es solamente algo que hago. Y los encuentros furtivos. Y los amantes asesinos. La dureza de amanecer. Que tu presencia me dicte los pasos siguientes o la estabilidad del estoicismo. El verano pasado estaba con Isabel, cocinábamos canciones, un tiempo. Me emborrachaba en casa de los tíos y comía pescado cerca del mar. Luego tú me llamabas. Luego tú aparecías. Echo de menos mi vida de niña, amor. Ahora uso uniforme y tengo dinero para vino del caro, sigo comprando del barato igual. Tengo las enfermedades del adulto que no duerme y se preocupa. Nunca me había dado tanto asco mi manera de vivir. Pero la gente me mira, y me dice “tienes veinte minutos”. O hay hombres de distintas nacionalidades diciéndome “te quiero hacer el amor”. No les digo que quiero hacerlo sólo contigo como sólo tú y yo sabemos hacerlo. Que mis manos te buscan de tal forma que únicamente pueden apretarme los muslos a los doce con treinta de la noche.  Esperando el invierno. 

jueves, 21 de julio de 2011

Y un cello en la mañana



He repetido tus pasos y tu voz, dos veces, y eran las diez de la mañana. Las piernas continuaban con una flaqueza de tacones indiscutibles, y los pies como dices “tan pequeños”, recordando lo doloroso de no sernos, de no sabernos tan bien. Y de no estar. Que podríamos decir que adivinamos los saltos diariamente. Aun así conocernos, nada, de sernos nada. Acomodarnos por ahí a la vuelta de la esquina y toparnos con el gesto aquél, de las manos en los bolsillos. Y mi incomodidad. Y mi tristeza musical,  perpetua que nadie comprende. Y la indiferencia que no amo ni amaré nunca, grábatelo bien. Ya sé que no tengo que repetírtelo. Ya sé, que todo esto que nos nombran al anochecer, esto sugerido por los demás, no logra cristalizarse. Tengo deseos cautivos debajo de la lengua. Un sentimiento perdido, que no cesa de parpadear sobre todo, en los semáforos por las mañanas. Y todos te nombran con esa delicadeza que ya no padezco. Nadie me ha reconocido con esta desilusión de tus brazos cayéndose de la mesa. Arrastrándose por los muros.  He repetido tus pasos a manera de solidaridad con mis impulsos. Una melodía sigue sonando cuando duermo y me duelen los huesos si abro los ojos y los cierro, y no estás, y no te encuentro. Con una incógnita entre los dedos y la boca. Para decirme que el café ya está puesto, y que debo irme a trabajar.



lunes, 11 de julio de 2011

Normal y noche



Normal que quieras irte, normal que quieras volver. Normal que llegues a casa, me mires [las piernas primero] es normal. Ese gesto tuyo, el brazo que se estira, la palma de tu mano empujándome hacia una pared. Que me coma el vértigo, que te coma a ti.  Que así, como si nada, me muerdas el hombro donde tengo el lunar pequeñito. Una canción de Patrick Watson que me hace llorar cuando bailamos. Es normal que suceda tan rápido mi voz que no se detiene, no se detiene, lo sabes. Es un tren de furia resbalándose en tu cara. Voy a herirte, así, así, voy a herirte con cada susurro. Pero igual escuchas, igual abres los ojos y la boca, y los oídos como si pudiesen notar que se abren cuando hablo. Como si pudiésemos notar el cambio de la risa cuando se trata de nosotras, como si todo lo que se hace es para nosotras e igual mi manera de no verte o mi silencio acurrucándose en cualquier lugar de tu vientre. Es normal, es simple, es discreto. Preciso, perfecto, angular. Y te acuestas y me dices que tienes miedo. Yo, que en estos juegos puedes salir llorando y es mejor que desistas. Y es normal que me toques los labios, que rápidamente te separes de mí. La noche llega danzando con las piruetas de tu estela roja. Yo pensando en que me digas que te vas, pero que te quedas, te quedas.

domingo, 10 de julio de 2011

[ del parpadeo 23 y las luces ]


Tener veintitrés de pronto, y una caja blanca donde encerrar las luces. Las manos, sus manos, las manos de otro, de otra, de la complejidad oblicua que significa estar aquí. Estar aquí, del otro lado, contar protuberancias y huellas dactilares. Líneas azules,  piedras en el asfalto, tres correcciones: me-importa-poco. Respirar. Decimos; respiramos como hablamos, como amamos, y cuento minutos también en el espacio de la boca. El aire, nulo aire, la comprensión de marcharnos bajo siete luces que no brillan a las siete de la mañana, sino están allí. Quietas. Indecibles. Paralelas al piso, un piso que no se mueve, crescendo en los roces y elevaciones. Pero el piso no se mueve. Tampoco hablamos de elevaciones, no le hablé de elevaciones, no hablamos de la diminuta fuerza que ejercen dos cuerpos cuando explotan uno sobre otro o bajo del otro. Y está muy mal. Y está muy bien. Todo está como puesto y sostenido de extremo a extremo. Pensamos, conocemos el lugar, conocemos los pasos. Ochenta y cuatro de la puerta a la cuadra que sigue. Pensamos en las monedas, en la exactitud, en volver a casa. Distancias corruptas. O decimos corruptas porque te llama un taxi por si acaso te dedicas a otras cosas, además de escribir, pero por las noches. Algo más adecuado. Algo más como ella. Pero no lo sabemos. Te lo propusieron tres veces en un lapso de cinco horas. Pero todo es pequeño, todo se vuelve pequeño. Se cierra. Como los ojos se cierran y la mente, los pensamientos, las palabras. Encerramos palabras. Las incendiamos. Luego las colocamos en cierto orden para que duelan. Y no dejarlas que cumplan veintitrés, nunca. Para ser bebidas despacio como los besos, y morir, inevitablemente después.



miércoles, 6 de julio de 2011

Mareos y latitudes



Ella escribe en la pared: lo que se resuma a ti. O algo parecido. Yo le hablo de mareos y latitudes y un incienso que he olvidado en la tienda de junto. Los vestidos de encaje, mis brazos, la sintonía de las mareas. Comprende que tiene que detenerse allí; la hora es perfecta para tres besos. Y que también, son muy diminutos. Me dice: entiendo que debo dejarte. Yo comprender que debe dejarme, y muchas veces la palabra No con dos pasos hacia atrás y luego hacia delante. También sé que tu vida, la real, es otra. También reírse en su cara cuando me predica esto, que no entiende, no lo sabe. También tocarla, también obligarla a que entre despacio a la habitación, susurrarle mientras le muerdes la oreja: sé de igual forma, esto no quieres hacerlo... y se marea. Te toma del brazo, se sostiene de tu cintura, cierra los ojos, abre la boca. Put me down, put me down. Hay vocablos que siempre repite –al igual que yo—y no comprenderlo. La inutilidad se le desarma. Continúa su delicada manera de hablar entre dientes, a veces provocando con la lengua. La lengua filosa deletreando la embriaguez de los sentimientos. Y también me mareo, también le digo al piso que nos merecemos una tregua. Además de la sutil aspereza de las paredes, su frialdad, el color fuerte que te empuja hacia ellas. Coloca de nuevo una pintura blanca con la que dibuja una línea vertical, no me lo dice, pero entiendo que quiere decir: nos hemos perdido.  Verle para volver. Volver para verle. 

Y besarle los pies, siempre de manera sumisa. 

 

domingo, 3 de julio de 2011

If we go out tonight




Hay una dulzura en el viento, como si todo se fuese a caer sobre cristales de frutas, y no hay mucho más que eso, no hay nada más que eso; no hay nada más que tú y algunos sonidos debajo de la cama. Y nos asustan. Pero los ignoramos. Escondí una tristeza allí. A nadie se lo he dicho, a nadie se lo diré. Ni siquiera a ella, que me sabe tanto. A lo mejor lo grito en un caracol, encierro allí ese penoso deseo inconfundible. Como hacían en las piedras según lo contaban en una película de Wong Kar Wai. Según nosotras, y nuestra filosofía de mañanas lacrimosas, no sé ¿ya te lo he contado? Me encerraban por días y noches. Cómo decírtelo. Todo se resumía a llanto, a mis piernas desnudas, casi siempre. Lloraba al amanecer y en las noches. Estaban las luces pequeñas a quienes les encargaron mis padres, rezaran por mí. Este sentimiento me era insoportable. Recuerdo su movimiento una noche que me estiraba la piel de pensarle. Bajo las sabanas, dentro de las sabanas, debajo de la carne, todo se estremecía. Estaba esa desnudez del cuello que pocos me conocen. Las esporas en el aire se partían. Una fotografía de Enrique Bostelmann no publicada más que en revistas, y mis sueños, embadurnados de opio. Escribía con una oración constante debajo de los muros. Arañaba los muros. Y la brecha de frente. Erizaba los vellos de los brazos, y la noche. La noche sobre todo. Siempre. Luego las luces otra vez. Devaneos inusitados cuando parpadeaban sus ojos, inocencia mía que nadie volverá a pronunciar y determinados murmullos, que me agrietaban las líneas de las manos. So long. Un abrazo que no se terminó nunca. Uno que no termina nunca. Sé, que vas a latir de cuerpo y espíritu cuando esto suceda. Que me llamarás una y otra vez, pidiendo exactamente lo que te di: nada. Pero nada, para que nos dure. Así mis manos te contaran de lo que no han hecho todavía. Tendríamos que llorarlo mucho, sufrirlo mucho, aun. Aun. La palabra incompleta que siempre escribo. Él ya no volvió por más semicorcheas. Y tú, y tú, y tú...

Se cierra el mundo cuando te marchas. Destruyes el universo cuando te marchas.





Foto: Enrique Bostelmann