Estoy comiendo con mi madre, un restaurante muy snob a veces, y me dice: tú y ella son una mentira. Hemos bebido cerveza, yo ensalada de espinacas (?), ella comida tan mexicana que es sobre todo el color rojo del picante. Me dice que me hago cada vez más guapa, que los veintitrés me sientan demasiado bien. Y que no tome demasiada cerveza. No, no demasiado mi amor, nunca. Pero luego comienza a decirme: esa, tu amiga, esa tu jefa. Etcétera. El estómago te sangraba hace una semana, vamos, vamos, no bebas demás. Pero ella bebe demás siempre dándome el mejor ejemplo. Estamos cansadas, vieja. Lo estamos. Qué más da el dinero. Hay días donde lo Waltz te brota del cuerpo y te explota la cabeza. Y no puedes hacer mucho contra ello. Siempre están las paredes y la gente que quiere besarte y poseerte. “Que mi principal interés era dejarte sin habla”, y lo he logrado varias veces. Eso dicen, y te da mucha risa. Ella sigue bebiendo. Sólo me faltaría oscuridad y luces naranjas alrededor. Habría perfección inhumana. También me hace falta tiempo. Del tiempo que puedes gastar en hedonismo como antes lo hacíamos. También me hacen falta unos labios rojos y dulces. O con sabor a tabaco y ya. Se lo cuento y sonríe. Suena una canción a lo lejos. Es sombra. Casi como la penumbra de los minutos ausentes. Pero ella está allí. Y me basta. Tiene una voz madura que intenta calmarte. Entiende dulcemente la calidad del tiempo que nos hace reír el domingo por la tarde. No hay silencios suficientes para llenarnos la euforia. Ni para vaciarla. Tengo cansancio mamá, tengo. Todo se vuelve un gritillo desesperado que se va cayendo. La mesera es amable, decimos. Como si no pudiésemos, nos sirve en los tarros, a mí que no me gustan. Luego con una pequeña seña le indico que no, a mí me gusta beber de la botella, se sonroja, se va. Luego vuelve. Casi ruego por una mano que recoja la tempestad de mis dedos. Pero ella y yo seguimos hablando; mira, tú y yo somos iguales hija, al final nos quedaremos solas. Y me duele un poco lo que dice, como desapareciendo el domingo tal cortina del día. Como pidiendo perdón y no ser perdonado. Ah, hay algo incompleto en estos asuntos. Una infelicidad. Una infelicidad pequeña que se nubla entre mis piernas. Y pareces otra persona. Eres otra persona. Te debilitas. Eres débil ya cuando asumes que las cervezas oscuras te han llegado a las sienes. No sabes como contestarle. Creo le digo algo como “no sé, pero no existe algo más parecido a la perfección, madre”. Pero se ríe, se burla, hiere como es costumbre. Y en el último trago asumir que sin lugar a dudas ella está también allí, poseyéndote perpetuamente. Como en el principio de las cosas.

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