He repetido tus pasos y tu voz, dos veces, y eran las diez de la mañana. Las piernas continuaban con una flaqueza de tacones indiscutibles, y los pies como dices “tan pequeños”, recordando lo doloroso de no sernos, de no sabernos tan bien. Y de no estar. Que podríamos decir que adivinamos los saltos diariamente. Aun así conocernos, nada, de sernos nada. Acomodarnos por ahí a la vuelta de la esquina y toparnos con el gesto aquél, de las manos en los bolsillos. Y mi incomodidad. Y mi tristeza musical, perpetua que nadie comprende. Y la indiferencia que no amo ni amaré nunca, grábatelo bien. Ya sé que no tengo que repetírtelo. Ya sé, que todo esto que nos nombran al anochecer, esto sugerido por los demás, no logra cristalizarse. Tengo deseos cautivos debajo de la lengua. Un sentimiento perdido, que no cesa de parpadear sobre todo, en los semáforos por las mañanas. Y todos te nombran con esa delicadeza que ya no padezco. Nadie me ha reconocido con esta desilusión de tus brazos cayéndose de la mesa. Arrastrándose por los muros. He repetido tus pasos a manera de solidaridad con mis impulsos. Una melodía sigue sonando cuando duermo y me duelen los huesos si abro los ojos y los cierro, y no estás, y no te encuentro. Con una incógnita entre los dedos y la boca. Para decirme que el café ya está puesto, y que debo irme a trabajar.

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