Martine; tú eres las horas. Igual una canción de Grant Lee Buffalo que dice: Heavenly. También Sometime later de Alpha o sencillamente, la hora de desayunar a solas sobre una barra con azulejos sucios. Silencio y perfección. Pero te busco definiciones imprecisas. Honestamente, te digo, eres “las horas”. Estos últimos tres días parece que estuvieses entre la arena de mis pantalones. Y que te asomas en todas las piernas de mujeres que provienen de UK a las cuales no les pongo mucha atención. Son demasiado mayores. Vienes, como la sucesión de segundos tibios. Yo sabía que la palabra tibieza te molestaba por su calidad de punto medio, o muy apenas, y no la totalidad que solamente nos habla de hambre. Pero no lo decía. Tú tampoco lo decías. Pero anoche fui sincera y por fin te hablé intensamente del hambre. La cama tonta donde duermo es muy calurosa, y no es mía y voy a dejarla el domingo. Sin embargo era suficiente para abrazarme a que en tu reloj eran las seis y media de la mañana y que no dejabas de hablarme. Que yo no quería ni infinitamente dejases de hacerlo. Que el beso partido por el mar me provocaba un calor absoluto desde los pies a la cintura. Pero eso tampoco iba a decírtelo. Más bien humedecía mis labios. Deseaba que fuese octubre. Ambas con Isabel. O en el auto, o la bicicleta esa donde puedes llevarme. ¿Por qué, Martine? Porque las horas. Comprendo que la culpa la tiene el silencio y tu perfección al decirme exactamente: sé cómo me quedo yo. Y todo menos “amo”, y los escritos que ahora intento terminar. Y que probablemente terminaré en unas semanas porque voy abrumarme cuando amanece o voy a sentir un cosquilleo fatal cuando vea de lejos encenderse el móvil. No sé que voy hacer con el tiempo. No sé ni cómo salir de este establecimiento sin explicártelo: tú me eres. Creo porque habitas en todo lo intangible ahora. Y en la simplicidad de los hechos más hermosos también. Son las situaciones específicas por las que te has establecido inhumanamente, para no doler, para no ignorarme, para entrar en toda mi vida. La verdad, M, que no podría explicarlo sino con otro silencio más. O la próxima vez que te escuche, y la próxima vez que te llene y te vacíe: aquí también. Por lo otro, no quiero que sientas tristeza mía, ni por mí, ni por lo que escribo. Ya mucho me han dicho que soy la melancolía de las cosas verdes, azules, y rojas. Y no me cansa ese mero hecho, pero no quiero. Alcanzo a comprender la posibilidad del porque suceden dichos eventos. Pero mientras tú me lo dices, o me llevas la contraria, te confieso que eres todas las horas, incluso las que se van, las que yo pierdo. Y las que gano y las que invierto. Intensamente pensándote como hacen los niños en su madre, cuando quieren llegar a casa.
Foto por: Martina Margarit

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