sábado, 8 de mayo de 2010

No culpo tu frivolidad al decir: tú eres mía y yo tengo que cuidar de ti. Es, en cambio, lo menos que puedes decirme. Lo más inocente. Y cierto, también. Después de esas palabras tuyas tuve que llorar un poco, no voy a mentirte. Estaba en la azotea entre el viento y ropas que se presumen lavadas y limpias. Y no estabas, pero acababas de renombrarme tuya y eso suponía simplemente fumarme tres cigarros más o arrojarme los dos pisos hacia abajo, y esperar por ti. Lo demás era solamente eso. Vivir. Mendigar. Querer siempre mudarse o volver contigo. Estar. Ampliar nuestra casa. Pintar las paredes de verde. Dices que pintaste toda la casa de verde ahora que ya no vivo ahí. “Para pensarme”, y que haces comida cantonesa, para lo mismo. Porque extrañas mis sabores. Todo lo que te evoque a mí. Sinceramente yo suelo hacer cosas similares. Voy por la calle. Comparo esta vez, bastante objetivamente, porque la gente te confunde con un hombre y vuelvo a molestarme enteramente con el mundo exterior, que no vale, ni ha valido nunca mucho. Camino el asfalto vacío los sábados por la noche. Antes, contigo, era el sábado en la noche; la cerveza, alguna pelea estúpida e ir a ese cuarto lleno de libros y películas. Flagelarme con mi antigua relación. Arrastrarte con ella. Obligarte a los abrazos: entiéndeme, es que duele. Tom Waits y más alcohol los días sábados. ¿Recuerdas? Yo halaba una sabana hasta tu cama y cargaba con ese olor a ausencia tan mío murmurando que tenía que dormir contigo para no sentirme completamente sola, ni lo suficientemente amada a medias. Como para no querer levantarme y trabajar. O ser. Simplemente ser. Siempre tan doloroso y tan difícil, apenas. Porque ese sencillo acto, era honestamente posible gracias a ti. A que soy tuya, y cuidabas de mí. A que pertenecíamos al mismo espacio- tiempo. A que a veces, habitaciones. Alcohol. Camas. Restaurantes. Rodeaban nuestra existencia y al final del día no hablábamos más que de felicidad. Me dabas besos. Por fin confesabas: eres lo que más amo en todo el mundo. Y que sin mí te habrías muerto. Y yo correspondía recíprocamente aquella situación. Por eso no te culpo en las llamadas. Me quedo con toda la melancolía completa de noche de sábado en una silla. Siempre en una silla. Y tú, como siempre, mirando calladamente mi espalda. Ahora has de imaginar mi espalda allí. Como se traen a la mente los fantasmas.  

No hay comentarios: