
Decimos, deberíamos escribir. Se ha dado el tiempo y la casa está sola. Los perros te miran esperando abandonar el encierro. Pero no. Dentro, cantatas de Bach, un trovador mexicano o Salvador Revueltas, como toda mañana majestuosa. Un guitarrista brasilero también. Y pensamos en el sábado por alguna razón. Pero ya es domingo. La familiaridad dulce del aire, sí, es verdad. El sábado es dulce el aire, por si no lo has notado. Levántate temprano y sal. Camina a orillas de un lago y aspira. El domingo es igual pero, hace calor. O hace frío. La casa está sola y bebes té. Ella aparece y te da hambre. Es muy temprano para encender las velas. No lo sabes muy bien pero es probable que nadie sepa de tu soledad, que hay, estos impulsos en el brazo izquierdo, una incomodidad. Hay gente que llega a verte y coloca sus dedos sobre la boca. Casi les pides que también comprendan el silencio. Eres un desorden. Quieres que alguien llegué a decirte que eres un desorden tan sólo por venir. Es desear una mano, desear mi vida de campo. Y su abrazo. También su abrazo. Isabel. Ya no mi madre que me odia tanto. Quieres, estar completamente sola con el verde alrededor. Como hace años. La vida te dolía. Y de nuevo eran el té y los cigarrillos. Tu cuerpo desnudo paseándose por una casa vieja. Medidas de la perfección donde leías a Sartre una y otra vez todo para descubrir que existías, y lo contrario.
Ahora tengo un frío clavado en el hombro. Y a veces delgadez líquida resbalándome. Me causa gracia mi perro que se rinde al calor y a la ausencia de mi madre. Y aterrizas en ti de repente con un deletreado destello de paráfrasis y palabras muy mal dichas. Gente te mal mira ante la poca amabilidad de tus huesos. Decimos que atardece y todo se va cerrando. La casa sigue sola. Pero la tiendilla hace el murmullo de un pueblo cualquiera y seguimos solos, solos, sobre todo porque son las cuatro, y ella se tiene que marchar.
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Lo recuerdo así, la playa, la ciudad despierta y el olor a bloqueador solar. Mis compras en las tiendas de holística, hablar en dos idiomas, sentirme bonita –aunque no- y algunos hombres mirándome. Mujeres que comenzaban a dudar de su sexualidad sólo porque yo se los sugería, y ser feliz con ella. Recuerdo así, lo más especifico del mundo; ser feliz con ella en tiempo pasado, hacerlo todo nuevo. Mi caminar por una ciudad esplendorosa, que ya todo estuviese resuelto, mi tristeza de mañana. Y no lo sé. Eso sucedía otras mañanas que ya nunca tendremos. Me viene también la vida de campo, la vida de campo… la lluvia. Nunca lloverá de la misma manera ni aquí ni en el sur. Y mi desnudez, ni la poesía del calor cuando todo era hirviente. Recuerdo así, hacerle daño y no detenerme. Es que no había límites ni regocijo. Había inmensidad y cartas que se escriben al punto del llanto. Habitaciones. Viajes, personas ajenas y observarse en el espejo hasta que todo se pierde. Hasta que la luz dejaba de ser luz y una flama simple y fugaz en las mejillas. Recuerdo los días muertos así cuando había tiempo para la cocina y no se tenía que encender una maquina para avanzar cada setenta y dos horas.
Recuerdo mis ojos y el sol. Como si ya fuese parte de otra vida dentro de esta vida. Todo es tan lejano y tan vivido que pierde el sentido de existir en espacio, tiempo y mente… casi al instante de evocarlo. Dormitamos la memoria con las imágenes que se repiten como pulsaciones blancas en los ojos, todo vuelve así, con horas e impresiones mentales. Recuerdos tan sentidos que llegan a revivir soledades, pero igual lloramos, igual dormimos…pero recuerdo el color azul y las sonrisas. Colocadas de tal forma que se amontonaban como besos rojos sobre los labios. Y te enamoras otra vez.
*La foto, de cuando tomaba fotos. También lo recuerdo.